Galen esperaba a su madre bajo la
higuera. Estaba leyendo Siddhartha por enésima vez, el joven Buda con la mirada
fija en el río. Sentía la enorme presencia de la higuera, atento a escuchar el
no viento, la quietud. El calor opresivo del verano aplastando la tierra. Su
cuerpo cubierto casi por entero por una satinada película de sudor.
La vieja casa, los árboles
vetustos. La hierba, muy crecida, le producía comezón en las piernas. Pero él
intentaba concentrarse. Oír el no viento. Centrarse en la respiración. Que pasara
de largo el no yo.
Galen, le llamó su madre desde
dentro. Galen.
Respiró más profundamente,
tratando de que su madre pasara de largo.
Ah, estás ahí, dijo ella.
¿Tomamos el té?
Él no dijo nada. Centrado en su
respiración, con la esperanza de que ella se marchara. Pero, claro, él la
estaba esperando, esperando la hora del té.
Ayúdame a sacar la bandeja, dijo
ella, y él suspiró y dejó el libro y se puso de pie, las piernas acalambradas
de tenerlas cruzadas tanto tiempo.
Toma, dijo su madre al entrar él
en la cocina. Madera vieja bajo sus pies descalzos. Aspereza de barniz
descascarillado. Cogió la bandeja, antigua y pesada, de plata, la tetera de
plata, recargada, las tazas blancas de porcelana, todo lo que le deprimía, y
mientras tenía las manos ocupadas su madre se inclinó hacia él por detrás y le
plantó un beso, notó sus labios en la nuca y aquel ruidito supuestamente
simpático que hacía siempre, y eso le provocó un respingo y muchas ganas de
gritar.
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