Aunque carente de fe, Proust se planteó, a veces con angustia, la existencia posible de otro mundo. A Georges de Lauris le había escrito:
«Yo no soy como usted, y a mí no me parece que la vida sea demasiado difícil de llenar, ¡y qué locura, qué embriaguez si se me asegurase la vida inmortal! ¿Cómo puede usted realmente, no digo, no creer, porque del hecho de que una cosa sea deseable no resulta que se crea en ella —por el contrario, ay!— sino que se esté satisfecho de ella (no la satisfacción intelectual de preferir la verdad triste al embuste agradable); a todos aquellos de quienes nos hemos despedido, de quienes nos despediremos, ¿no sería dulce volvérnoslos a encontrar bajo otro cielo, en los valles vanamente prometidos e inútilmente esperados? ¡Y realizarse al fin! [...] Yo no le he preguntado a usted si su madre era piadosa, si tenía el consuelo de rezar. La vida es tan espantosa que todos deberíamos terminar por eso; pero, ¡ay!, no basta con creer.»
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