Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

BARTEBLY, UN RELATO IN MEMORIAM

1984.BARTEBLY
En 1984 terminé mi licenciatura de historia del arte. Fue el segundo año que pasaba otra vez en el pueblo, con mis padres, después de mis tiempos de estudiante universitario en Santiago de Compostela y Barcelona, también el primero curso que dediqué a preparar oposiciones para ser profesor de Formación Profesional, estudios que pronto abandoné para recibirme como bibliotecario.
He seleccionado cuatro libros de ese año: Bartleby el escribiente de Herman Melville, La filosofía en el tocador, del divino marqués, El agente secreto de Conrad y Vengadoras angelicales de la Dinesen.
El relato de Melville lo leí en la magnífica colección “La biblioteca de Babel” y su impacto en mí fue muy profundo. Se convirtió en una obra que, después, cuando llegué a ser funcionario, siempre he ido recomendando a mis compañeros de trabajo. La filosofía en el tocador, de Sade, en una estupenda edición ilustrada, traducido y comentado por Agustín García Calvo. El agente secreto, en esa colección de falsa piel con falsos dorados y falsas nervaduras y cosidos falsos; con títulos importantísimos, algunos muy difíciles de encontrar, descatalogados, rarezas; una serie editada por Seix Barral para los quioscos. Vengadoras angelicales de la Dinesen, en la colección de Alfaguara en la que aún no leía a Juan Benet ni a William Faulkner.
La vía de llegada a estos libros fue el cine. Conocí a Sade a través de las historias de Luis Buñuel, de sus crípticas alusiones mexicanas y de las claras referencias en las obras francesas. También recordaba que en sus memorias contaba que en su adolescencia leyó La filosofía en el tocador y como supuso para él una tábula rasa.
El agente secreto la pusieron en la televisión, con el gran Peter Lorre y esa bomba que lleva un niño por todo Londres, el mejor ejemplo de suspense que conozco, y el final en el cine, cuando el malvado espía muere durante la proyección de una película, confundiéndose su sombra con las imágenes.
Vengadoras angelicales llegó a mis manos después de conocer a la autora en “Memorias de Africa”. Le dieron un óscar y la proyectaron en todas las ciudades. Esa actriz horrible y Robert Redford; recuerdo que ví la película en Gijón, camino a casa después de uno de esos cursos de verano.
Bartebly fue la única de esas obras a la que accedí por los caminos de la literatura. Borges, siempre Borges, ese autor que tan bien hablaba de autores que nunca estaban de moda: Coleridge, Chesterton, Veblen, O’Neill, ese comediógrafo suegro de Charlot.
Bartebly ha sido el elegido, el ganador de ese año es Hermann Melville.


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"Hermann es tan grato y sencillo y amable como puede serlo, lo cual acaso no sea demasiado. Se ha cubierto, como algunos crustáceos marinos, con toda clase de acrecencias, ricas algas marinas, también de rígidas bromas y curiosas cosas fútiles, y vive oculto en medio de sus extrañas y pesadas maneras, envuelto en costumbres ajenas. Pero todo esto no es más que "apariencias protectoras", bajo las cuales continua el mismo y querido viejo, bueno e inocente y en el fondo muy desvalido Hermy. Un gran autor que vive preocupándose por poca cosa más que sus escritos, pero lleno de respeto y afecto por todas las cosas gentiles". Así me había escrito Henry Adams de su amigo; esas eran las referencias con las que yo llegaba a la entrevista: de un escritor curtido a la vez que dúctil, amable a la par que poderoso. Un artista que guardaba un tesoro de sabiduría, la de reconocer que la mente de un hombre puede ser más poderosa que la realidad misma.
Me encontré con un viejo de menos de cuarenta años. Un escritor desengañado y áspero que me recibió en su pequeño piso, dos habitaciones de uno de esos edificios de ladrillo rojo convertido en gris por los humos de las fábricas, el ruido de las riberas y la actividad, en extremo intensa, del puerto. Una habitación que él llamaba su ermita, donde se encontraba tan aislado como un estilita. Erguido en una columna desde cuya altura la vista era más rica que en toda la Tebaida: Jersey City, Poltergeistown, Manhatannville, Astoria Hoge y Fauljker River. Nada que ver con los muros y tapias de Bartebly.
Ese hombre de vida aventurera, marino experto que hasta logró convivir con los caníbales en una isla, se había convertido en un misántropo. Frente a mí se sentaba un anciano venerable, un recio varón cuyas actividades habían sido dispersas en grado sumo, tan variadas como amenas. Un campeón que había trabajado como empleado de banco, peón, maestro de escuela, grumete, ballenero, contable en un prostíbulo de Nueva Orleans, granjero; ahora se había convertido en un triste mero empleado público.
Un día al despertarse, Melville se dio cuenta de que se había convertido en otra cosa, que ya no era el hombre de letras que había sido desde muy joven. Apesadumbrado al verse forzado a reconocer cómo el vacío que el mundo literario le había hecho a la ballena blanca, a su criatura, le resultaba imposible de soportar. Editó su último libro de cuentos y nunca más se relacionó con nadie del medio literario; eso sí, continuaba escribiendo todos los días, poco, pero cada jornada seguía con su labor. Allí estaban, a su lado, varias libretas de cuentos cuya publicación nunca autorizaría.
Un hombre sólo, sin familia, desengañado del amor, la amistad y el mundo. Acaso había abrazado esa vida sedentaria y oscura para disimular sus fracasos y mitigar sus muchas desavenencias con la sociedad. Ahora vivía entregado en cuerpo y alma a ciertas pesquisas sobre el origen del mundo, en secreto, sub rosa; decía estar rozando el descubrimiento de una teoría cósmica. Una explicación que ya había sido avanzada por su compatriota Edgar Allan Poe.
A través de la conversación que mantuvimos, breve, pero intensa, pude descubrir un sentido crítico exacerbado y un espíritu rudo poco dispuesto a dejarse arrastrar por nuevos entusiasmos. No tomaba en cuenta a sus contemporáneos, se diría que moraba en otro mundo, entregado a sus fantasías agnósticas y a un extraño mazdeísmo. Estaba lejos, muy lejos.
Llevaba 23 años en Nueva York, pero apenas había salido de su barrio. Su lejanía era cercana, pero no había podido observar la gran transformación de esa ciudad durante el final de siglo, cuando pasó de ser un lugar en donde "todos" se conocían a convertirse en la capital del mundo. La gran manzana que de ser una simiente llegó a ser un árbol fértil, fecundo y unánime en apenas unas décadas
Trabajaba como inspector de Aduanas, un empleo rutinario que apenas le permitía más que malvivir. Se enfrentaba cada mañana con cientos de papeles por diligenciar y docenas de bultos para revisar; también con el acceso de los miles de personas que en esos años estaban contribuyendo a construir la máxima metrópoli. Un nuevo mundo alrededor de las orillas del Hugdson, el centro de un imperio cuyo esplendor no sería ni mascullado por dos guerras mundiales.
Cuando lo encontré dormitaba leyendo a Benjamín Constant. La puerta estaba abierta, pasé y lo divisé concentrado en el Adolfo con tanta devoción que parecía un hombre arrodillado y rezando en el fondo del mar. Mi llegada casi lo asusta, pero, precavido, me invitó a sentarme y charlar con él.
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-Usted se ha extrañado de que Moby Dick, quizás más un tratado de ictiología que una narración, sea considerada la gran novela americana
- Han intentado convertir mi historia en una monstruosa fábula; también, lo que todavía es peor y más detestable, en una repugnante e intolerable alegoría. Ese tal Foster ha llegado ha decir que es una batalla contra el Mal, una lucha acaso prolongada con exceso o puede que escrita sin mesura, algo así ha dicho. Resulta inverosímil el cómo no pueden darse cuenta de que no es sino una aventura, de que su interés, si existe, tiene tan sólo la misma importancia que la de una tarta.
-Su obra consta de libros de navegaciones y aventuras, de novelas fantásticas y satíricas, de poemas y cuentos. Se diría que es la vida lo que le inspira
-Mis rigores y soledades han sido la arcilla que ha formado mis escritos. Ellos, sesudos recalcitrantes, encuentran símbolos, alegorías, cifras; y yo no sé que decir, sólo soy un hombre viejo que se está muriendo lentamente, no hay nada extraño en mí, ningún tesoro que buscar, no tengo nada que explicar. Francamente, creo que deberíamos dejarlo
-Me gustaría preguntarle por la influencia que ha tenido su literatura en la creación de la novela moderna, sobre todo en autores como K. o T. B.
-Preferiría no hablar de ese tema. La ballena no tiene nada que ver con el escarabajo de ese judío checo ni con cualquier otra de sus fabulaciones; Benito Cereno no vivía en un castillo; Billy Budd no viaja a América. Tampoco la misantropía de mi Pierre creo que pueda compararse con las moles pesadas que pueblan las pesarosas novelas del austríaco. No es más que eso: vida. Mi obra es vida propia. Eso es lo que hace el arte, hace vida, hace importancia.
-Su técnica es sorprendente, como si jugase con cuantas palabras contiene el diccionario y que modelase con todas y cada una de las figuras estilísticas.
-Preferiría no tener que explicar nada. De verdad. No soy más que un artesano, como lo son Kipling y James, como lo serán H. y C. Lo fundamental para mí es llegar al momento del tránsito con una tarea bien hecha. Cuando por fin esa cosa distinguida me dé la mano, tendrá que reconocer que no lo he hecho tan mal
-La actitud del jefe de Bartebly es incomprensible, al igual que la de todos los personajes del cuento. Parece que quisiese usted significar que la locura deviene contagiosa.
-Basta con que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo. Las fuerzas de la sinrazón han vencido siempre y es Satán, el héroe vencido de Milton, quien nos gobierna. Estamos en manos del ángel caído.
-Se habla mucho de sus silencios ¿En qué trabaja ahora?
-Llevo años intentando descubrir la clave que me permita descifrar el enigma del universo. Cada día me acerco un poco, el libro parece abrirse y yo puedo añadir bien poco con mi escritura.
*****
Su muerte fue tan azarosa y extraña como su vida. Una tarde, mientras contemplaba una tormenta arrojarse por las orillas del Hudson, un rayo lo fulminó. Se quedó allí, de pie, muerto, toda la noche, inclinado sobre el alfeizar, un puño en su barbilla, la pipa en la boca, la boina ladeada. Cuando por la mañana llegó un compañero de la oficina a avisarlo de que había mucho trabajo, se asombró de que la puerta estuviese abierta y su amigo, en guardapolvos en la ventana. Lo llamó y no recibió respuesta. Se acercó asustado, su colega no decía nada.
Apoyó una mano en el hombro del viejo escritor y el cuerpo se deshizo mientras caía al suelo del piso triste y humilde. Con todo el cielo de la gran ciudad amaneciendo a un nuevo tiempo malo que él había augurado.

2 comentarios:

Dr. Krapp dijo...

Felices recuerdos.

Leox dijo...

Muy buen relato, estoy explorando las entradas de tu blog y veo que compartimos gustos en lecturas , sobre todo en Vila- Matas.
Saludos te sigo leyendo y un link más para mi blog.

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