Ante la tumba de Henry James
La nieve, menos intransigente que su mármol,
Ha dejado a estas lápidas la defensa del blanco,
Y los charcos que yacen a mis pies
Hacen hueco al azul, eco a las nubes
Que ocurren en el cielo, y a cualquier ave o visitante
Que el momento fugaz subraya lo duplican.
Las rocas, entretanto, nombradas en honor de espacios singulares
En cuyos interiores deambularon antaño imágenes capaces
De hacer temblar a otros y ofenderlos,
Se levantan aquí con quietud inocente, señalando el enclave
Donde una serie más de errores perdió su rasgo distintivo
Y halló su fin la novedad.
¿A quién favorecieron aquellas transacciones,
Mundos de reflexión canjeados por árboles?
¿Qué suceso viviente puede
Hacer justicia a quienes faltan? Medita su reflejo el mediodía,
Y la pequeña estela taciturna, único testimonio
De un gran hombre locuaz,
No tiene más idea que mi sombra ignorante
De cotejos odiosos o relojes distantes
Que retan y perturban
La lectura instantánea que el corazón hace del tiempo, el tiempo
Que ha dejado de ser un cálido misterio
Para tí, a quien rindo mi homenaje privado;
Ahora, despierto en nuestra factoría solar,
Ese motor primario, la tierra, que gendarmes,
Contables y aspirinas dan tosos por sentado,
Donde los torpes y lo stristes pueden sentarse y todos
Los que admiran lo bello, el ámbito común
Del Maestro y la rosa,
¿No habré de bendecirte mientras abrumado con
Mis pequeñas preguntas inferiores, me asomo
Por encima del lecho donde yaces,
Tú que abrías tu pecho entregado a tu Bon cuando venía a tí
Con Sus irresistibles razones implorando
Tiernamente en Su seno?
Con qué inocencia se plegaba tu mano
A esas reglas formales con que juegan los niños,
Mientras tu corazón, meticuloso igual,
Que una monja discreta, permaneció leal a esa rara nobleza
De tus lúcidas dotes e ignorço, por su amor,
A la sañuda masa murmuradora,
Cuyo odio rumiante de aquello que no puede
Robarse o rebajarse aún campa a sus anchas;
La muerte de ninguno calmará su avidez
De infamar el paisaje de lo Notable y ver
Cómo la sangre de lo Personal sufre un paro sistólico,
Los Altos se deshacen en polvo reducido.
Protégeme, Maestro, de su vago aliciente;
Tuya sea la imagen disciplinaria
Que me proteja del error agradable
Y las garras del turbulento Enredo, no sea que la Proporción
Arroje el frío alpino de su desdén editorial
En mi libre canción improvisada.
Todos serán juzgados. Maestro del matiz y del escrúpulo,
Reza por mí y por todos los escritores, vivos o muertos;
Porque hay muchos cuyas obras
Son de mejor gusto que sus vidas, porque la vanidad
De nuestra vocación no tiene fin, ampáranos,
Haz frente a la traición de los oficinistas.
WH Auden, ¿Primavera 1941?
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