La imaginación de Henry James fue tan fecunda y tan inagotable que tenía que limitar los données de sus novelas a sólo unos pocos personajes en una situación limitada, a fin de aspirar a terminar incluso una novela que ya tenía varios cientos de páginas. A pesar de esto, es notorio que James tuvo que amontonar sus conclusiones y acabar con “desarrollos desencaminados”. De manera parecida, Derrida puede ver tanto en tan poco que a menudo se maneja con obras breves o con menciones delimitadas de ciertas obras. Además, las trata desde la perspectiva de una única cuestión, problemática o tema. Un ejemplo podría ser la problemática del don en la lectura del poema en prosa de Baudelaire “La moneda falsa”, en Donner le temps [Dar (el) tiempo] (citado de aquí en adelante como DT). Lo que Derrida dice acerca de esa problemática podría aplicarse a toda su crítica literaria: “nous partons toujours de textes dans l’élaboration de cette problématique, de textes au sens courant et traditionnel des lettres écrites, voire de la littérature, ou de textes au sens de traces différentielles suivant un concept que nous avons élaboré ailleurs (DT, 130).** La literatura, como el lector puede observar, es un caso ejemplar de una característica general de todos los textos, esto es, que son “traces différantielles”.
A diferencia de los objetos matematizables, que son, según parece, libres de cualquier determinación cultural o histórica –como parecen ser libres los números, el álgebra y los gráficos matemáticos– el objeto literario está ceñido al así llamado “lenguaje natural”, limitado por sus formas. La copa dorada, de Henry James, está sujeta al idioma inglés de un cierto periodo de su desarrollo histórico, lo mismo que “La moneda falsa” de Baudelaire lo está al francés. Traducir cualquiera de ellos es hasta cierto punto calumniarlo, desnaturalizarlo. Sin embargo, al igual que un triángulo o un cuadrado, una obra literaria es un “objeto ideal”. ¿Qué diablos significa esto? Un triángulo es un objeto ideal porque su existencia no depende en absoluto de ningún triángulo en particular, por ejemplo, aquellos que puedo inscribir con una regla sobre un papel. Aun cuando todo triángulo inscrito de cualquier clase, incluyendo aquellos fortuitos formado, por ejemplo, por las ramitas que caen de un árbol, fuera a desaparecer, el triángulo ideal todavía seguiría existiendo. El proyecto algo ultrajante de Derrida consistía en transferir esa presunción al objeto literario y proclamar que también él es ideal. Esto significaría que aunque el lector puede tener acceso al “mundo” abierto por La copa dorada únicamente a través de la lectura de La copa dorada y por ningún otro medio, ese reino continuaría existiendo como objeto ideal aún cuando todas y cada una las copias de La copa dorada fueran destruidas. Es en este sentido que Derrida habla de “la idealidad del objeto literario”. Es una obligación ineludible hacia esa idealidad del objeto literario la que le impone al escritor el deber de la no respuesta o de la no responsabilidad, vale decir, un rechazo en nombre de, con la autoridad de una responsabilidad mucho mayor, como cuando Derrida dice: “Este lenguaje y estos pensamientos, que son además nuevas responsabilidades, despiertan en mí un respeto que, a cualquier costo, ni puedo ni estoy dispuesto a comprometer.”
La literatura es para Derrida la posibilidad de que cualquier expresión, escrito o marca sea iterada en innumerables contextos y funciones en ausencia de un hablante, un contexto, una referencia o un oyente identificable. Esto no significa que la función referencial del lenguaje esté suspendida o anulada en la literatura. La función referencial del lenguaje no puede ser suspendida o anulada. Significa, no obstante, que un lector, por ejemplo, probablemente busque en vano un referente de la “vida real” para la “Kate Croy” a la que se refieren los primeros párrafos de Las alas de la paloma, de Henry James. Digo “probablemente” porque uno nunca sabe con certeza. Sin embargo, el narrador de esa novela, al contrario de su autor, habla como
si Kate Croy hubiese tenido una existencia real y verificable fuera del lenguaje o la “literatura”: “Esperó, Kate Croy, a que su padre entrara, pero él la demoró desmedidamente...”. Nada, parece, distingue a esta oración del lenguaje que habría podido usarse en una biografía de una Kate Croy real, del mismo modo que nada distinguiría un directorio telefónico ficticio de uno real, al menos hasta que uno intentara marcar los números de la libreta ficticia.
James Derrida y las humanidades; Tomo Cohen, coordinador
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