Mi padre apenas viajó. Solamente, ya jubilado, en una ocasión a Cuba para visitar a una hija que hacía allí una especialización médica y algo, muy poco, dentro de España. Pero con dieciocho años hizo por obligación un viaje que le llevó a cruzar la península ibérica de extremo a extremo y que le marcaría por siempre, pues fue para ir a la guerra, de la que volvió milagrosamente, ya que le tocó participar en algunas de las peores batallas de la contienda civil española: la de Teruel y la de Levante, con un punto de inflexión en la sierra de Espadán, en la provincia de Castellón, donde a punto estuvo de perder la vida. La conservaron su compañero radiotelegrafista y él gracias a la picardía de uno de los dos, nunca supe cuál, que de una patada rompió la radio con la que el capitán de su compañía se comunicaba con su superior, por lo que, ante su inutilidad allí, quedaron exentos de seguir internándose en una sierra que se había convertido en el infierno de tantas bombas como caían. De su compañía, de hecho, se salvaron sólo mi padre y su compañero y tres o cuatro docenas de soldados más.
Como sucede siempre, cuando mi
padre me contaba esas historias yo no le hacía mucho caso (recuerdo, sí,
escucharle hablar del frío de Calamocha y del descubrimiento del mar en el
puerto de Castellón

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