La sociedad del espectáculo, Mario Vargas Llosa, p. 86
El empobrecimiento y desorden que
ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo,
ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso
sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los
estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la
forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del
futuro. Nunca fue tan cierto aquello de «nadie sabe para quién trabaja».
Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni
enajenación ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y
sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la
gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos
ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos.
No es arbitrario citar el caso
paradójico de Michel Foucault. Sus intenciones críticas eran serias y su ideal
libertario innegable. Su repulsa de la cultura occidental —la que, con todas
sus limitaciones y extravíos, ha hecho progresar más la libertad, la democracia
y los derechos humanos en la historia— lo indujo a creer que era más factible
encontrar la emancipación moral y política apedreando policías, frecuentando
los baños gays de San Francisco o los clubes sadomasoquistas de París, que en
las aulas escolares o las ánforas electorales. Y, en su paranoica denuncia de
las estratagemas de que, según él, se valía el poder para someter a la opinión
pública a sus dictados, negó hasta el final la realidad del sida —la enfermedad
que lo mató-— como un embauque más del establishment y sus agentes científicos
para aterrar a los ciudadanos imponiéndoles la represión sexual. Su caso es
paradigmático: el más inteligente pensador de su generación tuvo siempre, junto
a la seriedad con que emprendió sus investigaciones en distintos campos del
saber—la historia, la psiquiatría, el arte, la sociología, el erotismo y, claro
está, la filosofía—, una vocación iconoclasta y provocadora —en su primer
ensayo había pretendido demostrar que «el hombre no existe»— que a ratos se
volvía mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. También en
esto Foucault no estuvo solo, hizo suyo un mandato generacional que marcaría a
fuego la cultura de su tiempo: una propensión hacia el sofisma y el artificio
intelectual.

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