Pero, dirán ustedes, nosotras le pedimos que hablara sobre el placer y la censura, ¿qué tendrá que ver esto con Lolita? Intentaré explicarlo. Cuando me pidieron que hablase sobre el placer y la censura me senté en el pretil del paseo marítimo de mi ciudad natal y me puse a pensar en lo que esas palabras querrían decir. Podrían significar nada más que unas cuantas observaciones sobre la represión sexual, pero, pensándola bien, la empresa no me pareció tan sencilla. El tema El placer y la censura puede querer decir, y ustedes pueden querer que quiera decir, La pornografía y sus detractores; o El erotismo y por qué su escritura ha estado históricamente perseguida; o tal vez El consentimiento y cómo las filósofas del siglo XXI consiguieron ponerlo en el centro de la agenda política; o esas tres cosas inextricablemente mezcladas. Al disponerme a adoptar esa triple interpretación, que también a mí me parecía la más interesante de todas, pronto advertí que tenía una desventaja fatal. Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir lo que es, entiendo, el primer deber de una conferenciante: ofrecerles, después de unas horas de charla, una migaja de verdad pura que ustedes registrarían en las notas de sus dispositivos y guardarían en sus carpetas de asuntos que olvidar. No. Lo supe en cuanto me levanté y caminé hasta la orilla, y el viento de poniente comenzó a chocar con furia contra mis palabras.

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