Medusa, Ricardo Menéndez Salmón, p. 36
Se llamaba Filipa y era muy
bella. Incluso para un muchacho de trece años que nunca había visto una mujer
desnuda. Yo la había conocido a principios del verano, y todo había resultado
tan natural como respirar. De hecho, después me costó asumir que el sexo no
fuera tan sencillo como Filipa me dio a entender. Ella ha sido la única mujer
con la que el sexo no parecía un derecho ni un deber, sino sencillamente un
suceso. Sé que es paradójico decir esto de una relación entre dos personas de
trece años, pero cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma.
En mi recuerdo, Filipa ha
conservado siempre esa edad. Nunca he sabido qué fue de ella, si sobrevivió a
la guerra y a la pesca del arenque. Pero ella me enseñó esa verdad que a menudo
nos obstinamos en ignorar: que a menudo son las personas que pasan, y no las
que permanecen, las que juegan un papel decisivo en nuestras vidas.
¿Por qué? Precisamente porque la
vida no las gastó, porque su memoria, para lo bueno o para lo malo, permanece a
salvo del paso del tiempo, que todo lo ensucia.

No hay comentarios:
Publicar un comentario