El viejo Mitsubishi Lancer marca treinta y seis grados de temperatura a las diez en punto, justo cuando Travis enfila la calle Doctor Fleming en tercera. Suena The White Stripes a todo volumen. Ya no es exactamente de día, pero no se ha formado todavía la noche. Es la hora hipotética. No se ve el sol en el horizonte, aunque queda su eco, asfixiando a la metrópoli de calor. Dentro del vehículo repiquetean muchos ruidos distintos, roncos, finos, crujientes, fantasmas, que proceden de no se sabe qué piezas y rincones. No funciona desde hace una semana el aire acondicionado y en el habitáculo se respira un calor enlatado. Es un calor dentro de otro calor, más enfermizo cuanto más interior.
Deja de acelerar, pisa el
embrague, toca levemente el freno y se sube a la acera con un volantazo. Ni
reduce a segunda. El coche da un brinco, como el corcovo de un caballo de
rodeo, que despierta nuevos ruidos; parece que vaya a desarmarse, y cuando se
estabiliza, Travis frena fuerte, porque más adelante hay un banco y en el banco
una mujer de unos sesenta años sentada, con las piernas muy abiertas, mirando
al cielo, al lado de una bolsa de plástico roja en la que pone Modas Rossy.
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