Experiencia, Martin Amis, p. 152
Un pie de nota para nabokovianos:
recientemente (23-4-99), en los actos del centenario de su nacimiento
organizados por el PEN que congregaron a más de mil personas en un teatro de la
calle Cuarenta y tres, afirmé que Nabokov era para mí el novelista del siglo.
En un acto que hubiera congregado a los bellowianos podría haber afirmado
igualmente que Saul Bellow era mi novelista del siglo, y no habría mentido.
Siempre he mantenido que estos dos escritores son en mi opinión— las figuras
gemelas más grandes. Nabokov, ridículamente, descalificó en una ocasión a
Bellow tachándolo de «mísera mediocridad», una evaluación basada (estoy seguro)
en el exiguo conocimiento de su obra; quizá también asociaba a Bellow con esas
novelas de Grandes Ideas que Edmund Wilson a veces le hacía leer. Además, era
obvio que Nabokov obtenía un gran placer sensual en el hecho de mostrarse
desdeñoso (es el patricio que hay en él). En el acto mencionado del PEN, su
biógrafo Brian Boyd me contó que en una ocasión Nabokov «calificó» una
antología de relatos cortos de varios autores, y dio una matrícula de honor a
Joyce (por «Los muertos»), y el más bajo de los suspensos a Lawrence y otros
autores de fama universal. Por su parte Saul Bellow tiene sus dudas sobre
Nabokov. Sé que siente una apasionada admiración por Lolita y Pnin, pero hay
algo en Nabokov que le disgusta: cierto barrunto de aristocrático triunfalismo,
detectable en las novelas rusas Mary (1926), Gloria (1932) y La dádiva (1937),
y en esa novela rusa escrita en inglés que es Ada o el ardor (1969). Comparto
esa opinión, o, bien, me solidarizo con ella. Los personajes parecen etéreos:
no caminan, «dan largos pasos»; jamás mascan, siempre «mastican»; se sienten
siempre «con derecho a».

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