Experiencia, Martin Amis, p. 406
Leídas
en bloque, en forma de antología, las Ultimas Palabras son algo lastimero, algo
que le hace a uno preguntarse a qué viene todo ese revuelo; me refiero a toda
esa palabrería en torno a la muerte, en torno a la vida. Las Últimas Palabras,
en conjunto, no suelen ser sino inadvertencias, incongruencias, piedades para
la galería y pomposas dramatizaciones de uno mismo. Henry James se encuadraría
en este último apartado: su «Así que aquí está al fin, la distinguida cosa» de
refinado estilo, resulta grave y evocador, pero destila un tufillo a
artificioso. Blake es a un tiempo plañidero y extático (preguntado por su
esposa de quién eran las canciones que estaba cantando, respondió: «Amada mía,
no son mías, no, no son mías»). Jane Austen es lacónica (le preguntaron qué
necesitaba, y contestó: «Nada salvo la muerte»). Byron, fuerte y dúctil («Ahora
quiero dormir. ¿Habré de pedir clemencia? No, nada de debilidad. He de ser un
hombre hasta el final»). Marx —como era habitual en él—, pertinente («iVenga,
largo de aquí! Las últimas palabras son para los necios que no han dicho ya lo
bastante…”) D. H. Lawrence, como tantos otros propaladores de rumores que
resultan falsos, creía —o al menos así lo afirmó— que iba a recuperarse: «Me
siento mucho mejor», dijo.
Horas antes del último trance, Lawrence
había tenido la alucinación de que abandonaba su cuerpo. Le dijo a Maria Huxley;
“'Míralo ahí en la cama!» Y antes le había dicho a Frieda: «No llores » Ésas sí
que son unas buenas últimas palabras. Recomiend todo el mundo las utilice
cuando le Ilegue su hora —siempre, claro, que uno sea capaz de articularlas.
Quien más fieramente rechazó todo
consuelo fue Kafka. Exigiendo que sus escritos fueran destruidos totalmente,
dijo: «No quedará ninguna prueba de que un día fui escritor.» Porque si un es
escritor, sus libros —todos sus libros— son sus últimas palabras.

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