El invierno de 2012, desoyendo el sentido común y por motivos no del todo relacionados con la escritura —por más que yo dijera lo contrario— que todavía hoy sigo sin ver con claridad, visité el Campo de Ohama, en Japón, donde mi padre había estado prisionero. Hacía un frío de mil demonios y el cielo plomizo daba una tonalidad lúgubre al mar interior de Seto, donde mi padre fue obligado a realizar trabajos forzados en una mina de carbón situada bajo el nivel del mar.
No quedaba nada.
A pesar de que no me interesaba,
me llevaron a un museo local en el que una empleada muy servicial encontró montones
de fotografías que documentaban con detalle
la historia de la mina desde principios del siglo xx: su crecimiento,
sus procesos, sus trabajadores japoneses.
No había ninguna fotografía de
los prisioneros obligados a trabajos forzados.

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