En una página dedicada a sus recuerdos más entrañables, Jean Paul Sartre escribe que «la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados». Tuve el privilegio de pertenecer al reducido círculo de personas que trataron íntimamente a Jorge Luis Borges, y evocar aquellos días me encanta la existencia. Fui el amanuense que registró para su obra literaria una parte de sus dictados y, también, quien lo acompañó en diálogos públicos durante jornadas en las que viví, de manera casi familiar, imborrables experiencias anotadas en estos cuadernos. Que me haya elegido para escoltarlo en aquel tramo de su creación literaria es un regalo acaso inmerecido que no termino de agradecer.
Sabio, multifacético, siempre
literario, con una humanidad y un sentido del humor incomparables, Borges hizo
de su estilo de vida otro modo de creación estética. Nadie que lo haya conocido
podrá olvidar la felicidad que daba escucharlo; desligado de lugares comunes,
con giros poéticos inesperados y sorprendentes, desde el interlocutor ocasional
de la calle hasta los vastos auditorios elitistas que supo convocar, todos
recibían su palabra, que dejaba estupefacto de asombro.
Borges no fue sólo el artífice de
fabulosas tramas literarias, sino también el hacedor de un personaje que en su
espontaneidad nunca dejó de brillar. En su interior, como él imagina en «Borges
y el otro», habitaban esos dos Borges que jugaban con su realidad de un modo
desconcertante e insólito

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