Me resulta más fácil decírtelo ahora que estás muerto: siempre me pareciste un personaje intrigante. Toda tu vida intentaste ser alguien, te inventaste múltiples personalidades, un aura y una leyenda tan ficticias como lo era la historia de nuestro apellido. Moriste solo en tu viejo y raído sofá, y no me dejaste más que un misterio, ese campo de ruinas que fue tu vida.
Pero yo soy
como los perros y me gusta desenterrar huesos viejos. El deseo incontenible de
entender qué te había llevado allí surgió tras descubrir tu cadáver. Todo
empezó en el momento en que concluía un ciclo, una vida, la tuya, mientras que
la mía daba un giro inesperado. Acababa de escribir un libro que trataba de
forma indirecta de ti y, a pesar de mi timidez, de mis intentos inconscientes
de sabotear mi vida profesional, como habías hecho tú antes de mí, me había
«hecho un nombre» sin pretenderlo. Ese nombre incluía tu apellido, por
supuesto, un apellido del que no sabía casi nada, aparte de las sucesivas
fábulas que me contaste en el transcurso de nuestra esporádica relación.
Escribir unas
palabras sobre ti para tu funeral me resultó una tortura. Nadie había querido
hablar. No éramos muchos, es verdad. Siete personas en total. Como el desierto
en que se había convertido tu existencia. Y eso que dos amigos míos se
empeñaron en asistir

No hay comentarios:
Publicar un comentario