Aquí llegan, iluminados por el resplandor del sol de Norteamérica. Vienen agrupados de dos en dos, la eterna pareja chico-chica, surgiendo de la pista que rodea la verja del campo de béisbol. La música los arrastra sobre la hierba a docenas, a cientos, demasiado numerosos para poder contarlos. Atraviesan el amplio arco del extremo del campo tan estrechamente apiñados que producen un efecto de transformación. La larga serie de parejas se convierte en una única y enorme ola que cubre de azul y blanco los espacios abiertos.
Al contemplarlos desde la
tribuna, el padre de Karen no puede evitarlo y piensa: de eso se trata. Ahora,
constituyen un único cuerpo, una masa homogénea, y ese pensamiento le produce
desasosiego. Enfoca sus prismáticos sobre una joven, luego sobre otra, luego
sobre otra más. Tantas y tantas columnas apretadas entre sí. Jamás había visto nada
similar, ni imaginaba que fuera posible. Aunque no es el espectáculo lo que le
ha impulsado a acudir, lo cierto es que no puede por menos de asombrarle. Son
ya miles, casi una división, y el sonido de las viejas melodías, solemnes y
sentimentaloides, comienza a parecerle sarcástico. Su mujer, Maureen, permanece
sentada junto a él. Su aspecto es vigoroso y llamativo, y se ha ataviado con
alegres colores que disimulan la zozobra que experimenta su corazón.

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