Contra la España vacía, Sergio del Molino, p. 237
Los crucigramas, sudokus y demás
jueguecillos se llamaban antes pasatiempos. Ahora se publicitan como retos para
estimular la inteligencia. La comida no se vende por su sabor, sino por sus
propiedades nutritivas, y hasta el sexo se valora como una actividad
cardiosaludable y de crecimiento emocional. Para no frenar el bucle, nos
contamos cuentos utilitarios. Todo es constructivo, útil, enriquecedor
(signifique lo que signifique ese verbo) o didáctico. El ocio ha de ser activo.
Ya no se pierde el tiempo. Si acaso, se medita con técnicas tibetanas. La
siesta no es pereza, sino una forma de reiniciar los circuitos neuronales para ser
más productivos, aunque para mi amigo Miguel Angel Hernández Navarro, escritor
y crítico de arte, la siesta es una performance: «Es la acción consciente y
simbólica de detenerse. De ingresar en un universo diferente, de poner entre
paréntesis el tiempo. Una pequeña fuga del mundo» En una sociedad en movimiento
perpetuo, las siestas de pijama de Hernández Navarro son casi subversivas.
Hemos contagiado la histeria incluso a los niños, que ya no disfrutan de tardes
de domingo eternas, a solas con su propio tedio, sino que viven sometidos a una
agenda minutada desde antes de que aprendan a distinguir la hora de la merienda
de la del desayuno. Tras esa agitación amaga una sociedad frustrada, que huye
hacia adelante como quien traga frascos de antidepresivos (cosa que también se
hace mucho) para no dejar un resquicio a la contemplación ni a la reflexión.
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