Contra la España vacía, Sergio del Molino, p. 248
Pocos personajes públicos han
sufrido tantas insidias y acosos como Manuel Azaña. La más persistente se refería
a su sexualidad. Como se casó a los cincuenta años, no se le conocieron novias
anteriores y tenía una amistad muy íntima con Cipriano Rivas Cherif (que
devendría su cuñado, porque Azaña se casó con la hermana menor de Rivas), sus
enemigos le acusaron de homosexual. En una época tan homófoba y machista,
aquello era un insulto peligroso, pero Azaña lo soportó sin trauma aparente. Sin
embargo, su uso fue tan obcecado que aún hoy es una laguna incomprensible entre
sus estudiosos. Casi ninguno se ha atrevido a indagar o a plantear hipótesis
sobre su homosexualidad para no alimentar el bulo. A mi juicio, este silencio sólo
perpetúa el insulto. Vista hoy, su condición de homosexual reprimido, sufriente
y encerrado en un armario con siete llaves engrandece el mito y amplía la
identificación con su tragedia. Si la
figura de Azaña se ha convertido en metáfora de la soledad, un Azaña homosexual
en el país que mató a Lorca elevaría su leyenda unos cuantos metros.
Yo no tengo elementos de juicio
para afirmar algo así, aunque cualquiera que se acerque a la correspondencia
con Rivas Cherif y a los relatos de su amistad comprobará que caben pocas interpretaciones
sobre la naturaleza amorosa de su relación. Bien es cierto que Azaña, feo,
católico (es un decir) y sentimental, tenía un sentido de la amistad muy
apasionado, como correspondía a un letraherido sensible. Cipriano era su alma
gemela y su afecto empezó por afinidad intelectual. Nadie le comprendía como
él.
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