Theodoros, Mircea Cartarescu, p. 249
Pues las dos habían dado a luz la
misma noche, una a un niño vivo y la otra a un niño muerto. Pero la que parió
al niño muerto cambió a los recién nacidos y gritaba a los cuatro vientos que
el niño vivo era el fruto de su vientre. Las mujeres se encontraban ahora ante
el rey, maldiciéndose la una a la otra, y el bebé, firmemente envuelto en paños
de lienzo para que tuviera más adelante las piernas rectas, estaba en brazos de
una criada. Todos los ojos estaban clavados en el rey, pues se trataba de su
primer juicio, y el buen día, como diría él mismo después, se conoce desde la
mañana.
Siempre que la historia llegaba a
este punto, Makeda aplaudía encantada, porque Salomón hizo entonces algo que no
se le habría ocurrido a nadie más, ni siquiera a un sabio anciano de cabellos
plateados. Pues no fueron las leyes sin alma, que mataban o perdonaban la vida
según decía el libro, sino el profundo conocimiento del alma humana lo que
inspiró el extraordinario veredicto del rey. Salomón llamó a un soldado de los
que, arma en ristre, custodiaban siempre el trono real y le ordenó que cortara al
niño en dos para entregar a cada mujer una de las mitades. Según la antigua ley
de Moisés, que no tomaba en consideración el rostro de la persona y que mataba
a ciegas a los que se confundían con los ritos incomprensibles que Adonaí pedía
a Su pueblo, la decisión parecía justa y ninguno de los jueces de la sala se
sintió turbado. Nadie se rasgó las vestiduras llorando por el sacrificio de un
niño inocente. En el silencio más sepulcral, el soldado tomó al niño y elevó la
espada sobre él. Un instante más y habría culminado su terrible misión.
Entonces se escuchó el grito de una de las mujeres: «¡No lo matéis!
¡Entregádselo a ella solo para que viva!». Y entonces se produjo el milagro.
Salomón levantó la mano y le dijo al soldado: «¡Envaina tu espada! La que ha
hablado es la madre del niño. ¡Que se lo entreguen inmediatamente!». Nunca se
había escuchado en el mundo semejante parábola viva.
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