Contra la España vacía, Sergio del Molino, p. 143
El paseo por Barcelona me había
hecho meditar sobre la decadencia urbana y la posibilidad, no tan descabellada,
de que toda esa vida cambiase. Había participado en muchos debates sobre ese
asunto, y una de las razones por las que celebro tanto haber escrito La España
vacía es que me puso en contacto con un mundo intelectual y activista que
propone desafíos filosóficos muy interesantes. Charlar con radicales
apasionados que reniegan de todo aquello que para mí es irrenunciable y
convierten su vida en un manifiesto me sube la adrenalina y enciende todas mis
neuronas. Sin embargo, siempre acababa con la sensación de que asistía a una
charla salonard. Incluso cuando
discutía con personajes que lo habían dejado todo para vivir a lo Thoreau, sus
argumentos me parecían ejercicios de retórica, casi gestos de coquetería dandi.
No cuestiono la firmeza de sus convicciones, muchas veces cargadas de poesía y
honestidad, pero siento que se explican mejor en términos de distinción, tal y
como definió este concepto el filósofo Pierre Bourdieu, es decir, como una
afirmación clasista. En sus formas más autocomplacientes, son versiones
rústicas del viejo épater le bourgeois. Una vida thoreauniana podía ser una
decisión hermosa y dura para encontrar un sentido trascendente a una existencia
sin rituales ni religiones, pero plantearla como un objetivo político y un
horizonte para la humanidad era más que bisoño. Escuchar a adultos muy
inteligentes y bien armados de lecturas y erudición teorizar sobre la reversión
del neolítico y la construcción de un futuro armónico con la naturaleza era tan
encantador y tan poco productivo en términos políticos como leer Walden. La pandemia
cambió el cuento. Del mismo modo que convirtió a los apocalípticos en analistas
certeros, hizo de los eremitas políticos realistas. Zaratustra sustituyó de
pronto a Cicerón.
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