Ropa de casa, Martínez de Pisón, p. 167
Marías me tenía por discípulo
suyo a la manera en la que él se consideraba discípulo de Juan Benet. No había
en ello ningún desdoro, y casi diría que esa visión jerárquica, tan semejante a
la del mundo académico al que pertenecía por familia, se le presentaba como el
único orden razonable. De trato educado
y amistoso pero no particularmente cálido, demasiado centrado en su propia
persona aunque no necesariamente vanidoso, Marías se veía a sí mismo como el
futuro escritor de éxito que acabaría siendo. La suya era la magnanimidad de los
grandes maestros cuando todavía no lo era. Lo que daba lo daba a cambio de muy
poco: admiración, nada más. Y no daba pocas cosas. Aquí va un ejemplo de su
generosidad. Algunos meses después de conocernos, me llamó a casa para
ofrecerme una plaza de profesor en Oxford que por tradición se reservaba a
escritores españoles. Por allí habían pasado Vicente Molina Foix, Félix de Azúa
y él mismo. Obsérvese que lo que me ofrecía no era un puesto de trabajo. Lo que
me ofrecía era empezar a formar parta de su pequeño Olimpo, seguir su
trayectoria, ser como él, en definitiva. Para alguien como Marías, que acabaría
repartiendo títulos y honores desde su imaginario Reino de Redonda, aquello
equivalía a admitirme oficialmente es su isla. Por desgracia, no pudo ser.
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