Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

EL FIN DE LA GUERRA CIVIL EN REGION

De Volverás a región de JB, p. 67-68
Un mes más tarde, un día que debía visitar las avanzadas y poco después de abandonar el cuartelillo que había organizado en la clínica del doctor Sebastián, en un recodo de la carretera su coche fue tiroteado por un grupo de guerrilleros y allí, en una cuneta y a media mañana, murió junto a su chófer -sólo un ayudante escapó con unas heridas en la cabeza- el hombre  que, movilizando todo un ejército, había intentado, con el pretexto de una vieja afrenta, violar la inaccesibilidad de aquella montaña y poner a la luz el secreto que envuelve su atraso. Pocos días más tarde el Mando ordenó suspender sine die la operación de limpieza y la guerra concluyó, en la sierra de Región, dejando las cosas (en lo que a la tradición se refieren) no sólo igual que estaban el año 36 sino agravadas por la oculta y no desmentida presencia de unos pocos hombres de la resistencia que buscaron su cobijo en los terrenos prohibidos.

Años más tarde se asegurará que se trata de un ejército fantasmal (con la ropa, la carne y el cabello desteñidos), escondido entre los piornales, que flota vaporoso sobre las ciénagas insalubres y que asciende por entre las urces, en las madrugadas, al tiempo que se retira la niebla nocturna. Un nuevo regimiento espectral que ha venido a unirse a los fieros voluntarios carlistas que hundieron sus lanzas y clavaron sus gallardetes en el valle del Tarrentino; a los monásticos y rubios y acorazados caballeros que despiertan con las avenidas de octubre para pasear su altivez y su desprecio por las márgenes del río asesino; a los rencorosos guardianes y guardabosques de las viejas mansiones, la carabina al hombro, las guerreras destrozadas y las barbas enredadas con el mismo arañuelo parásito, como hilas de algodón, que se cría en los rosales bravíos y en los espinos; a los viejos y hostiles pastores de ojos menudos y vivos que habitan en las alturas y se esconden bajo sus montones de leña. En realidad no hay una sola noticia exacta con referencia a aquellos fugitivos que -una mañana muy fría de enero del año 1939- abandonaron el último aprisco para, trepando penosamente por entre las laderas de brezo, perderse en la niebla, un día tan cerrado que hasta los primeros farallones calizos se ocultaban a la vista. Se dice que horas más tarde una serie de disparos llamó la atención de una avanzada navarra que había ascendido hasta el refugio de Muerte y que salió en descubierta, durante toda la tarde, para volver al mismo sitio, empapados de agua y escarcha, sin haber podido encontrar el menor rastro. Tampoco hay acuerdo acerca de la identidad y el número de los fugitivos: quizá sólo eran diez o quince -según el sentir común- y entre ellos, Eugenio Mazón, el viejo Constantino transportado en unas angarillas, herido en un pie y con un ojo vendado, el ahijado del doctor Sebastián acompañado de aquel hombre maduro y enigmático que le había acompañado durante toda la guerra, tres o cuatro soldados y -cerrando la fila el mayor de aquellos hermanos alemanes que miraba siempre hacia atrás (tenía unos ojos de color de paja, una mirada inalterable no expresiva pero emotiva) no tanto para vigilar como para despedirse de aquel valle del Torce donde habían perdido la vida todos los suyos.

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