Fractal, Andrés Trapiello, p. 264
NOS contaba X que estaba haciendo
la mudanza de su casa. Los mozos de cuerda subían y bajaban. Sufría viéndolos
arrastrar los pesados muebles, tirando de las sogas a pulso, rompiéndose los
riñones. Se cruzó en las escaleras con uno de esos hombres. Cargaba con una
gran banasta de mimbre blanco, llena de libros hasta los topes. Siempre que hay
de por medio libros y operarios, parece que fuese a suceder un chiste de
almanaque.
Al verle tan sudoroso, tan
congestionado por el peso de los libros, nuestro amigo le pidió disculpas, no
como si fuese culpable de que aquello pesase tanto, sino de haber contribuido a
que en el mundo hubiera algunos libros más, para desdicha de los hombres de
carga. Así que le dijo:
-Lo siento.
-Nada, en absoluto.
El estibador era un muchachote
grande como un armario, con el cuello de un toro y la cara de un niño. El que
le dijera que lo sentía debió de tomarlo como una entrada en la conversación.
Se detuvo, tiró de la canasta hacia arriba, como si le fuese liviana, y dijo
con alegría, de muy buen humor, confidencia por confidencia:
-Peor usted, que habrá tenido que
leérselos.