No entres dócilmente en esa noche quieta, Ricardo Menéndez Salmón, p. 98
A mi padre le recetaron disulfiram para disuadirle de beber.
La droga se comercializaba en un fármaco llamado Antabus. Los nombres que las
empresas farmacéuticas escogen para sus productos son fascinantes. Todos esos
arcanos del dolor y de la angustia que forman ya parte de la épica
posindustrial: Xanax, Demerol, Librium, Torazina, Seropram. He sido diez años
consumidor de benzodiacepinas, y conozco bien el árbol genealógico de sus
alias. Y aunque la relación de mis ansiedades y de mis adicciones sin duda
tiene que ver con la historia que estoy contando, pues en cierta medida es
consecuencia de ella, no debe distraerme de lo que ahora mismo intento relatar.
La tentación de regresar a la piscina de Kafka siempre pende sobre la página.
No en vano, los pecados de omisión son los más disculpables.
El disulfiram inhibe la acción de la acetaldehído deshidrogenasa,
una enzima que permite la metabolización del etanol en ácido acético. Si se
consume alcohol habiendo ingerido disulfiram, en el organismo se disparan una
serie de alarmas. Se asiste entonces a un rosario de afecciones, a un drama en vivo
y en directo. La más indulgente manifestación de la ingesta conjunta de alcohol
y disulfiram es la eflorescencia cutánea. El cuerpo se convierte en un mapa de
ronchas y salpicaduras. Después, en la escala del terror, llegan la náusea, el
vómito, las palpitaciones, la disnea, la hiperventilación, la visión borrosa,
el vértigo, la opresión en el pecho, la taquicardia y la arritmia. En algunos
casos, el matrimonio entre alcohol y disulfiram conduce a la muerte. Como una estrella exhausta, el corazón
estalla.
El disulfiram es lo más parecido a llevar una pistola cargada
contra la sien. Lo cual no impide que algunos alcohólicos sigan bebiendo. He
visto a personas caminar mientras consumían botellas de ginebra a morro y
vomitaban a cada paso. Se movían en línea recta, sin vacilaciones, arponeros en
pos de la ballena blanca, al tiempo que el disulfiram los convertía en
surtidores de su propia desdicha. Llevaban su némesis dentro y la aceptaban. Y
con el tiempo, como las cucarachas frente a ciertos insecticidas, sus
organismos se blindaban contra el antagonista. No existe ninguna fuerza
disuasoria en este mundo para quien ha decidido matarse.
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