No entres dócilmente en esa noche quieta, Ricardo Menéndez Salmón, p.123
Lo que sentí aquel 27 de diciembre
de 2006 conversando con mi padre, mientras por un lado le hacía partícipe de mi
felicidad e intentaba por otro ocultarle mis temores dado su estado, era que su
pérdida implicaba la desaparición del único intermediario existente entre la
muerte en tercera persona y la muerte en primera persona. Si él moría aquella
mañana, si rendía la vida en aquella intervención delicadísima, se rompería la
membrana que separaba el concepto abstracto y nebuloso de la muerte genérica
del concepto empírico y diáfano de la muerte propia.
Con la muerte de mi padre, la
solicitud, el esmero, el cuidado que me protegían de la extinción capitularían.
Como en una carrera de relevos, el testigo de la muerte pasaría a mi mano. Pues
lo que egoísta pero humanamente supe entonces, si bien sólo ahora alcanzo a
explicarlo, es que cuando un hombre pierde a sus padres, cuando un hombre deja de
ser hijo, descubre que ya sólo cabe pensar en la muerte como una entidad
tangible, efectiva, sólida como un muro: como una cosa que te sucederá a ti. Lo
que la muerte del padre supone para cada hombre es, en definitiva, el paso de
lo velado a lo desnudo. Entre uno mismo y la muerte ya no hay nadie, ya no hay
nada, salvo el cuerpo exiguo, el tiempo medido, la certeza innegociable de la
mortalidad. Esta enseñanza es trágica, sin duda. La imagen de la desnudez apela
al desamparo en que quedamos. No es sólo que la muerte del padre nos robe a una
persona cercana, sino que nos hurta la posibilidad de seguir engañándonos con
respecto a nuestra muerte. Subyace aquí un pensamiento mágico no muy distinto
al que impide vincular a un verbo en pasado las acciones de un muerto reciente,
y en virtud del cual, mientras somos hijos, sentimos que la muerte, y con ella
el fin de nuestras funciones, su abolición radical, nos concederá un margen de olvido,
no nos buscará en las curvas cerradas de las carreteras comarcales, nos
ignorará en el bingo perverso de las neoplasias y de los aneurismas. El padre vivo
supone un escudo historiado ante la muerte, un talismán de profeta, un
pararrayos de carne y hueso. Pero cuando el escudo se quiebra, el talismán pierde
su hechizo y el pararrayos se derrite, lo que queda es la desnudez atávica,
biliosa y rotunda que significa el hecho de que debemos morir.
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