No entres dócilmente en esa noche quieta, Ricardo Menéndez Salmón, p. 135
También allí tomé conciencia de
algo que me atrevo a denominar la satisfacción del técnico, una satisfacción
que se ampara no sólo en una práctica que tiene sus causas y genera sus
consecuencias, sino que implica un modo de estar en el mundo, una gestualidad,
un lenguaje, una actitud que entonces me pareció arrogancia pero que hoy acepto
es una segunda naturaleza, el apellido añadido a una condición común. Porque
los técnicos del hospital, los cirujanos y los oncólogos, los dueños de la vida
y la muerte, estaban más allá de las servidumbres dictadas por el decoro y la
paciencia. Ellos no pertenecían a este lado de la ecuación, y lo que comprendí es
que, en realidad, cuando operaban no operaban a un hombre o a una mujer, ni
siquiera a un cuerpo asexuado. Operaban casos. Y los casos eran moldes,
recipientes, formas particulares con las que se llenaba un modelo ideal,
denominado en el caso de mi padre cáncer de la cavidad oral, pero que en otros
casos se llamarían linfoma de Burkitt o ependimoma infantil.
Los técnicos recibían a las
familias en cubículos poco aireados, cuyas paredes estaban decoradas con
diplomas amarillos por el tiempo y cuyas ventanas estaban cegadas por la palomina.
No tenían buen aspecto. Tampoco lo pretendían. Exudaban esa forma de protocolo
que exige la negligencia en el trato, una descortesía que no obedece a la falta
de respeto, sino a una desatención hacia nada que no sea la extirpación, la
erradicación, la mutilación de masas invasoras. Hablaban con palabras incompletas,
truncadas, como los políticos cuando maltratan el idioma, y hacían gala de una apatía
sospechosa, igual que dispépticos a los que la idea de comer resulta ridícula.
No miraban a los ojos cuando evaluaban riesgos o sancionaban dietas. Eran
implacables sin necesidad de alzar la voz, y al verlos, no sé por qué, me
imaginaba a Franco firmando sentencias de muerte, sin estridencias ni florituras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario