No entres dócilmente en esa noche quieta, Ricardo Menéndez Salmón, p. 35
La complejidad de abordar un tema
como el alcoholismo procede de un prejuicio. Existe una vergüenza implícita en
el hecho de ser alcohólico, algo por otro lado difícil de sustanciar, al menos
en una cultura como la española, en la que el alcohol merece una consideración
afectiva, casi familiar, protagonista como es de la mayoría de las actividades que
otorgan una dimensión social a la existencia.
Beber es un aglutinador de la
efervescencia, un inmunodepresor colectivo, la silla siempre dispuesta a acoger
a amigos y a extraños. Pero su aparente ligereza esconde una pesadilla. Sucede
cuando la bebida convierte la excepción en norma y la embriaguez deviene
hábito, ese traje que, al vestirse cada día, ya no se ve. Mi familia nunca tuvo
empacho en celebrar las quermeses del alcohol, en peregrinar en masa y con
alegría a sus carnavales y ferias. Pero desde el momento en que se hizo
evidente que mi padre tenía un problema al respecto, ese hecho intentó taparse
como una sábana manchada de sangre.
Ello, por otro lado, respondía de
modo coherente a la lógica de mi familia, que ha consistido en ocultar los
problemas bajo la máscara de las buenas formas. Otro tipo de superstición ha
triunfado así durante décadas. El hecho, siniestramente indemostrable, de que
si algo no se menciona, ese algo deja de existir. La obstinación de la realidad
en negar esta operación milagrosa ha tenido como consecuencia que la escritura
demande también aquí sus poderes.
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