Una muchacha salió de la casa del abogado Royall, al final de la única calle de North Dormer, y se detuvo en el escalón de la puerta.
Era el comienzo de una tarde de junio. El cielo transparente como un manantial bañaba con un sol plateado los tejados de las casas, los prados y los bosques de alerces circundantes. Un viento suave se movía entre las redondeadas nubes blancas sobre los contrafuertes de las colinas, llevando sus sombras a través de los campos y de la carretera cubierta de hierba que adquiere el nombre de calle al pasar por North Dormer. El poblado se encuentra en territorio alto y abierto, y carece de la pródiga sombra de los más protegidos pueblos de Nueva Inglaterra. La arboleda de sauces llorones que rodea el estanque de los patos, y las píceas noruegas que se encuentran ante la verja de Hatchard proyectan casi las únicas sombras existentes en la acera que va desde la casa del abogado Royall al punto en que, al otro extremo del poblado, la carretera sube por encima de la iglesia y rodea la negra muralla de abetos americanos que encierra el cementerio.
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