¿No ocurre a veces que un mosquito apenas perceptible agita más la superficie de una charca que la caída de un guijarro grande? Así sucedió aquel domingo en La Châtaigneraie. Para los Donge, otros domingos fueron en cierto modo históricos, como el domingo de la tormenta, cuando el haya se desplomó «tres minutos después de que pasara mamá», o el domingo de la gran pelea, la que tuvo a ambos matrimonios varios meses sin dirigirse la palabra.
Aquel domingo, por el contrario, el que podría denominarse el domingo del gran drama, se desarrolló con la limpidez y la calma con que discurre un arroyo en un llano. François se despertó sobre las seis, como acostumbraba hacer siempre que estaba en el campo. Su mujer no lo oyó abandonar la habitación de puntillas o, si lo oyó, ni pestañeó.
Era un 20 de agosto y ya había amanecido. El cielo se había teñido de un azul pálido de acuarela. La hierba humedecida exhalaba una grata fragancia. En el baño, François se alisó el pelo con el peine, bajó en pijama y zapatillas y entró en la cocina, donde Clo
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