Siempre me ha llamado la atención que las
novelas escritas en primera persona desarrollen
una lujosa y pormenorizada descripción de los
gestos remotos. No alcanza mi entendimiento a
comprender que alguien que escribe algunos
años después de los hechos, tanto da que sean
cinco o diez como cuarenta, recuerde con tan
minuciosa exactitud cómo su interlocutor movió
la mano, miró hacia la ventana, se rascó la nariz
o se arregló el cabello (todos los resortes, toda la
imaginería facial de Lee Strasberg y el Actor’s
Studio) en el momento justo de una pausa en
una frase tantas veces anodina. A propósito de
esto, en alguna ocasión he intentado recordar
conversaciones mantenidas con amigos, o vecinos,
o simplemente conocidos, con el solo objetivo
de recobrar los signos de la retórica corporal.
Nunca lo he conseguido. Recupero una idea
general del tema de conversación, las líneas grue-
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