«Se ha vuelto loco», dijo su portera al verle salir,
cabizbajo y ensimismado, con la apariencia esquiva y
el caminar acelerado de un hombre que ha contraído
deudas imposibles de pagar. «Está siempre solo», añadió
con enorme disgusto la dichosa portera, para después
forzar una pausa que presagiaba un juicio definitivo,
«... y sin embargo, a veces se le ve estúpidamente
contento, y además, ya sólo habla de amor».
La vecina, siempre hay alguna vecina, asintió
con la cabeza, aunque no tenía el menor interés en el
asunto.
A él, por otro lado, no podía preocuparle menos
la opinión de su portera, estaba ya pensando en
comprarse un traje nuevo. Un traje elegante y oscuro.
Estaba muerto por fuera y por dentro pero su vanidad
seguía casi intacta. ¿No caen así los soldados? Llevaba
demasiados años condenado a los mismos cuatro trajes
y si su aspecto no era mejor, la culpa la tenía sin
duda su tristísimo ropero. Esa misma tarde pensaba
llevar a una mujer muy hermosa a una fiesta muy alegre
en la Embajada suiza, y sus trajes no estaban a la
altura de las circunstancias. Todas las mujeres a las
que alguna vez había querido vestían, en cambio, de
maravilla y daba gusto verlas.
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