Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DE LA ESCRITURA


Los íntimos, Marta Sanz, p. 160

Tenemos miedo, sobre todo, de esa acción indescifrable a la que se alude como «escribir bien», porque esta es una disciplina en la que es mejor no desempeñarse con virtuosismo. Así lo cuenta en «Todo es verde», que pertenece al libro La niña del pelo raro, Foster Wallace, un escritor que acabó ahorcándose. Igual que Gerard de Nerval.

En los días malos pienso que nos deberíamos ahorcar todas. Ellos también, por supuesto.

En «Todo es verde» el profesor Ambrose comenta el texto de una alumna: «El profesor Ambrose lo resumió muy bien, aunque con bastante tacto, cuando dijo en clase que por lo general los relatos de la señorita Eberhardt no le convencían porque siempre parecía que estuvieran gritando: "¡Mira, mamá, sin manos!"». La escritura literaria no es como el patinaje artístico. Con la escritura literaria hay que fustigarse y apretarse bien el corsé, clavarse las ballenas en la chicha. Hay que valorar el tiempo, el dinero y el esfuerzo de una clientela que no tiene ni un minuto que perder con las masturbaciones sin manos de las escritoras que atesoran un léxico de más de mil quinientas palabras.

Esto que escribo es una exageración y me alegro. Porque es una exageración no tan exagerada

BORGES


El factor Borges, Alan Pauls, p. 12

Borges, "reaccionario” célebre, disimuló durante décadas dos pasados pecaminosos. En uno (que mal que mal consigue filtrarse en sus primeros textos canónicos) fue un nacional-populista ferviente, un revoleador de ponchos, un partidario de Juan Manuel de Rosas y del primer radicalismo de Irigoyen. El otro -un Borges rojo, allegado al Kremlin- fue durante mucho tiempo casi inconcebible. «En España [circa 1920] escribí dos libros», cuenta en  su Autobiografía. «Uno se llamaba (ahora me pregunto por qué) Los naipes del tahúr. Eran ensayos literarios y políticos (todavía era anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Querían ser amargos e implacables pero, en realidad, eran bien mansos. Recurría palabras como "estúpidos", "meretrices", "embusteros". No habiendo conseguido quien lo editara destruí el manuscrito cuando volví a Buenos Aires. El otro libro se titulaba Los salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas ---quizás veinte- en verso libre en alabanza de la Revolución Rusa, de la fraternidad y del pacifismo. Tres o cuatro de ellos aparecieron en revistas (Épica Bolchevique, Trincheras, Rusia). Este libro lo destruí en España en vísperas de mi partida.”


INCIPIT 1.592. RAVAL : DEL AMOR A LOS NIÑOS / ARCADI ESPADA


Cada noche dormía con una historia del Raval en la cabeza. Tenía tantas que podía hacerme pasar fácilmente por pobre, por pederasta o por niño, meterme en su piel y saber de ellos más que ellos mismos. Para combatir esta tentación y evitar la escritura consiguiente, tan cargada de heroísmo, procuraba pasar las mañanas de aquel verano en la mejor piscina de la ciudad. Un mozo muy fuerte y muy simpático traía la hamaca y desplegaba a mi llegada una gran sombrilla blanca. Éramos media docena sobre la hierba y uno vendía futbolistas en italiano desde su móvil. La felicidad era tan profunda que mareaba. Al mediodía, con el calor en bruto, bajaba desde el norte despejado hasta el Raval, a seguir con el trabajo. En la Riera Alta ya empezaba a respirar gozoso el olor del verano en las alcantarillas. Sentir ese olor era la garantía necesaria para seguir avanzando. Significaba que no me había acostumbrado a él y que nunca podría hacerme pasar por ellos. Ese olor todavía es la condición necesaria para seguir escribiendo.


El primer titular apareció en los periódicos el dieciocho de junio de 1997.

UNA PAREJA ALQUILABA A SU HIJO DE 10 AÑOS

A UN PEDERASTA POR 30.000 PESETAS EL FIN DE SEMANA


INCIPIT 1.501. RECUERDOS DE UNA MUJER DE LA GENERACION DEL 98 / CARMEN BAROJA


Yo no creo, como cierto arqueólogo conocido mío, que los antiguos escribieron para dejarle a él una colección de «fuentes» con que progresar en su trabajo; pero sí creo que hay que cultivar la conciencia del recuerdo. Acaso esto sea producto de una manía familiar de la que participamos mis dos tíos y yo ... junto con mi madre. Porque mi madre ha dejado, también, unas notas de recuerdos escritas en sus últimos años, que yo he leído varias veces .

Julio Caro Baroja, Los Baroja

Como algunas novelas, la historia de este libro parte del descubrimiento de un manuscrito inédito: el original de las memorias de Carmen Baroja y Nessi (1883-1950). Hace unos años, en el verano de 1993, leyendo Los Baraja (Memorias familiares), 1 las recién mencionadas palabras de Julio Caro Baroja me descubrieron la existencia de una Baroja, escritora de memorias. Enseguida quise leerlas.

Anduve buscándolas biblioteca tras biblioteca, pero no aparecían por ninguna parte. Un compañero de trabajo -a quien agradezco mucho el dato- me informó de que uno de los biógrafos de Pío Baroja, Miguel Pérez Ferrero,' había dedicado varias páginas a la hermana del novelista, citando entre otras obras sus Memorias de una mujer del noventa y ocho. Al saber el título, pensé que iba a ser más fácil encontrarlas. Los ordenadores permiten acceder a cualquier biblioteca nacional o internacional como si se estuviese en la auténtica Biblioteca de Babel, de modo que, con sólo introducir un par de datos básicos, raro es el libro que escapa a la máquina.


LEONOR ACEVEDO DE BORGES


El factor Borges, Alan Pauls, p.29

Longeva (murió en 1975, a los 99 años), incondicional («ella fue una verdadera secretaria para mí, ocupándose de mi correspondencia, leyéndome, recogiendo mi dictado y viajando conmigo muchas veces”), secretamente influyente («fue ella, aunque demoré mucho en descubrirlo, quien silenciosa y eficazmente promovió mi carrera literaria”), despótica y posesiva (Estela Canto, uno de los romances fallidos de Borges, la responsabilizaba de la desgraciada biografía amorosa del escritor), Leonor Acevedo es sin duda la madre de escritor más célebre de una literatura que no brilla demasiado en figuras maternas. Fue una verdadera self made woman, y su «carrera” fue sigilosa pero sostenida. Aprendió inglés a través de su marido; accedió a la literatura a través de su hijo. Llegó afirmar, con el tiempo, algunas traducciones (La comedia humana de Saroyan, por ejemplo), y Borges hasta le atribuyó a ella las que lo habían hecho famoso a él (Melville, el Odando de Virginia Woolf, Las palmeras salvajes de Faulkner). Los dos hitos de esta biografía singular, que matiza la tenacidad con una razonable cuota de martirologio, son la muerte de su marido, en 1938, y el avance paulatino de la ceguera de su hijo, que va aislándolo del mundo y profundizando la dependencia materna. «Antes yo era ignorante”, le confesó Leonor a Jean de Milleret: «pero para no dejarme dominar por el dolor me puse a leer y a estudiar sola.” Y Borges cuenta, a fines de los años sesenta, que cuando murió su padre, «ella no sabía ni siquiera hacer un cheque; ignoraba lo que se puede hacer cuando se entra a un banco; no sabía depositar el dinero y ahora se ha vuelto perita en esas cuestiones. Y todo eso lo aprendió después de la muerte de mi padre, así como aprendió el inglés, ya que antes hablaba un inglés elemental, un inglés oral para conversar con mi abuela. Ahora puede incluso leer y captar el ritmo de los versos ingleses”. Leonor y Borges arman juntos una suerte de sociedad edípica de una eficacia impecable, donde el intercambio de asistencias y servicios alcanza una rara ecuanimidad: Leonor es los ojos de Borges; hace por Borges todo lo que Borges no puede hacer (leer, escribir, ocuparse de la vida práctica), se entrega a él por completo, y a través de ese sacrificio deja atrás su origen ignorante, crece, se ilustra


Las manos manchadas de sangre


Filek, Martínez de Pisón, p. 143

Franco había anunciado que quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre no tenían que temer represalias. Pero sus promesas de clemencia resultaron falsas. Con el fin del conflicto se desató una inmisericorde persecución del adversario político. Cerca de medio millón de republicanos vivían en condiciones deplorables en prisiones y campos de concentración. Un sistema judicial carente de las mínimas garantías condenaba a los soldados del Ejército Popular a las penas más elevadas por auxilio o adhesión a la rebelión. Quienes habían militado en organizaciones políticas o sindicales de izquierda no corrían mejor suerte. Cuando un republicano era condenado a muerte, sus familiares se apresuraban a implorar avales entre gente del bando vencedor. Si el aval procedía de una figura influyente, la pena capital solía ser conmutada por la de treinta años de reclusión. En la primerísima posguerra, más de cincuenta mil republicanos fueron fusilados, lo que da una idea del ensañamiento practicado sobre los vencidos. Además, con arreglo a una aberración jurídica que llevaba el nombre de Ley de Responsabilidades Políticas, las familias de éstos podían ser despojadas de  su patrimonio, convertido en botín de guerra para los vencedores. Hasta los moderados y los tibios corrían serios peligros en la nueva España. Sólo estaban libres de toda sospecha los que con su sacrificio o su valor habían acreditado sobradamente su adhesión a la causa: excautivos, excombatientes, quintacolumnistas, viudas y huérfanos de caídos.


PARACUELLOS


Filek, Martínez de Pisón, p. 101

Entre ellos abundaban los derechistas, incluidos muchos militares. La toma de la capital parecía ser cuestión de horas. Para evitar que esos reclusos, una vez libres, se sumaran al enemigo, se decidió su evacuación. La labor de clasificación de los presos de la Modelo por su «peligrosidad», llevada a cabo por miembros del Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP) con la colaboración de un par de chivatos, se prolongó hasta la tarde del día 7. Después unos milicianos fueron pasando ante las celdas y leyendo en voz alta los nombres que figuraban en las listas. A los elegidos se les ataron las manos y se les agrupó en el patio. Luego se les hizo subir en unos autobuses de dos pisos, al estilo londinense, utilizados habitualmente para el servicio regular. Al poco de salir de Madrid, esos autobuses abandonaron la carretera para desviarse hacia unos cerros. Allí los presos fueron puestos en fila y fusilados mientras los vehículos regresaban en busca de nuevas víctimas. Se hizo todo deprisa y corriendo, sin entretenerse en enterrar a los muertos, y los desdichados que iban siendo conducidos en sucesivas tandas se encontraban con los cadáveres amontonados de las tandas precedentes. Finalmente se obligó a los vecinos del pueblo más próximo, Paracuellos de Jarama, a cavar unas grandes zanjas en las que sepultarlos a todos.                                                                                                                                                                  Cuando se produjeron las matanzas, el máximo responsable de las cárceles madrileñas era Santiago Carrillo, quien con sólo veintiún años acababa de hacerse cargo de la consejería de Orden Público en la recién creada Junta de Defensa. Carrillo negó siempre cualquier relación con los hechos, lo que, a juicio de los especialistas, carece de toda credibilidad.


INCIPIT 1.502. FILEK / IGNACIO MARTINEZ DE PISON


La primera noticia sobre Filek la encontré en Franco, caudillo de España, la monumental biografía del dictador escrita por Paul Preston. Eran apenas diez líneas, y en ellas se hablaba de cómo el austriaco se había ganado la confianza de Franco y le había convencido de las bondades de su invento: un combustible de calidad superior a la gasolina, obtenido a partir de una mezcla de agua con extractos de plantas y otros ingredientes secretos. Según los periódicos de la época, Filek habría rechazado generosas ofertas de las grandes compañías petroleras para ceder gratuitamente su gasolina a la España de Franco, por lealtad a la cual había sufrido condena de prisión durante la Guerra Civil. Los cálculos oficiales cifraban en ciento cincuenta millones de pesetas anuales el ahorro que el invento de Filek supondría para la maltrecha economía española de la posguerra. Al final el fraude salió a la luz, y el austriaco volvió a ingresar en prisión ...

Lo primero que pensé es que ahí había una buena historia: ¡un estafador internacional que tomó el pelo a Franco¡


14 DE ABRIL


Filek, Martínez de Pisón, p. 10

Josep Pla, que esa misma mañana había llegado en tren desde Barcelona, recreó esa jornada histórica en El advenimiento de la República: el ondear de las primeras banderas tricolores, el gentío subiendo por Alcalá en dirección a la Puerta del Sol, los comercios apresurándose a ocultar los símbolos monárquicos, los ciudadanos que sin saberse la letra se arrancaban con La Marsellesa y el Himno de Riego ... También Rafael Cansinos- Assens andaba por allí, y en La novela de un literato nos dejó una descripción del ambiente: las regias estatuas de la plaza de Oriente adornadas con banderines rojos, unos alborotadores cambiando el rótulo de la plaza de Isabel II por el de Fermín Galán, otros derribando en esa misma plaza la estatua de la Reina Castiza e intentando hacer lo mismo con la de Felipe III en la plaza Mayor, viejos republicanos con sus gorros frigios como crestas de gallo mezclándose con la multitud, los camiones desde los que unas prostitutas cantaban « ¡ cinco, seis, siete, ocho ... , el rey estaba pocho!» mientras «un hombre de facha soez» exhibía un conejo muerto y gritaba «¡el conejo de la reina!», jóvenes con escarapelas y brazaletes rojos colocando carteles de PUEBLO, RESPETA ESTE EDIFICIO QUE ES TUYO para evitar posibles desmanes, los pequeños altarcitos como mesas petitorias con los retratos de Galán y García Hernández, los edictos en las paredes en los que el alcalde Pedro Rico anunciaba la instauración del nuevo régimen, las largas colas de gente impaciente por comprar los periódicos vespertinos ... La juerga continuaba cuando, ya de madrugada, se acercó Pla a la plaza de Oriente y vio «grupos de aspecto suburbial, con alguna mujer, ligeramente bebidos, con banderas, latas de petróleo, trozos de estatuas mutiladas o derribadas, que seguían gritando y cantando pero con aire de estar ya un poco cansados».

Na foto, A Coruña


BORGES


El factor Borges, Alan Pauls, p. 103

Después de vapulear al «escritor Borges», Doll arremete contra Discusión, el libro de ensayos que Borges ha publicado un año antes. «Esos artículos, bibliográficos por su intención o por su contenido», escribe, «pertenecen a ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal cosas que otros han dicho bien; o en dar por inédito a Don Quijote de la Mancha y Martín Fierro, e imprimir de esas obras páginas enteras; o en hacerse el que a él le interesa averiguar un punto cualquiera y con aire cándido va agregando opiniones de otros, pata que vea que no, que él no es un unilateral, que es respetuoso de todas las ideas (y es que así se va haciendo el artículo).» Doll está escandalizado, sí, pero su escándalo no tiene por qué empañar la atención, la nitidez con que busca incriminar a su presa. Dejando de lado los acentos morales -tan típicos de la profilaxis policial-, los cargos que levanta contra Borges suenan particularmente atinados. (Tan atinados, en realidad, que resultan redundantes: Borges, adelantándose a su perseguidor, a menudo los confiesa espontáneamente en el mismo libro por el que lo acusan.) Borges, según Doll, abusa de las cosas ajenas: repite y degrada lo que repite: no sólo reproduce textos de otros sino que lo hace inmoderadamente, corno si nunca hubieran sido publicados; asume una actitud «tolerante» sólo a modo de pose, como un ardid para legitimar moralmente algo que tal vez sea un vicio (la pereza) o un delito (el plagio). Difícil encontrar, para resumir esas imputaciones, una carátula más gráfica que la que elige Doll: parasitismo, literatura parasitaria. Es muy probable que Borges, contra toda expectativa de Doll, no la haya desaprobado. Con la astucia y el sentido de la economía de los grandes inadaptados, que reciclan los golpes del enemigo para fortalecer los propios, Borges no rechaza la condena sino que la convierte en un programa artístico propio.


INCIPIT 1.500.AUTOBIOGRAFIA DE PAPEL / FELIX DE AZUA


PRÓLOGO

En una cinta menos memorable de lo que se pregona, un célebre personaje de ficción musitaba mirando al abismo que él había visto arder sistemas solares más allá de Sirio, tempestades de fuego en estrellas extinguidas, chocar galaxias en el vacío infinito y otras grandezas semejantes. No voy a compararme con este prodigio cibernético, pero es cierto que yo he conocido un mundo literario tan desaparecido como la Atlántida. A lo cual se puede añadir «y me congratulo», o bien «lo deploro». Pero ni lo uno ni lo otro.

Los cambios en ese ámbito estratosférico que suele llamarse «cultura» y donde, a medida que se extinguían las viejas actividades cultas, han ido entrando cada vez más sorprendentes actividades


INCIPT 1.499. EL FACTOR BORGES / ALAN PAULS


PRÓLOGO

Pese a lo que promete su título, este libro no es una novela de secretos y espías. Es un ensayo de lectura: un manual de instrucciones para orientarse (o extraviarse sin culpas) en una literatura. Y, sin embargo, en el fondo de esa práctica sigilosa que llamamos leer, ¿no hay acaso la ilusión, el vicioso designio de entablar con un libro, una obra o un autor esa relación de aventura y suspenso -hecha de incursiones nocturnas, cerrojos burlados y claves robadas- que conocemos de lejos bajo el nombre de espionaje? Hace mucho que las páginas de los libros dejaron de ofrecérsenos pegadas; anacrónicos -difícil imaginar un objeto más pasado de  moda-, los cortapapeles sobreviven a duras penas como souvenirs de comarcas turísticas fraudulentas. Pero ¿leer no es, no sigue siendo siempre desgarrar, entrometerse, irrumpir en un orden sereno, satisfecho de sí, devoto del silencio, las puertas entornadas y las persianas bajas? ¿ Y no es cierto acaso que el apellido Borges, además de designar al escritor más unánime de la historia de la literatura argentina, también identificó durante décadas una marca de cajas de seguridad, famosa por su eficacia a la hora de atesorar?


INCIPIT 1.498. EL DESAFORTUNADO / ARIEL MAGNUS


Flores para Vera

Sag mir wo die Blumen sind,

wo sind sie geblieben?

Sag mir wo die Blumen sind,

was ist ges ch eh en?    

¿Por qué tanta mala suerte?

Justo el día en que iba a reencontrarse con su esposa tras siete años de forzada y esforzada separación, la ciudad se quedó sin flores. Se había quedado también sin medios de transporte público, sin diarios, sin atención programada en los hospitales y sin servicio de recolección de basura, después de que los sindicatos adhirieran al duelo nacional. Pero la escasez absoluta de rosas, las flores preferidas de Vera, o en su defecto de fresias


INCIPIT 1.497. SUEÑO CREPUSCULAR / EDITH WHARTON


La señorita Bruss, la perfecta secretaria, recibió a Nona Manford en la puerta del gabinete materno («el despacho», lo llamaban los hijos de la señora Manford) con un gesto de rechazo de lo más amable.

- Ya sabes que le gustaría verte, querida, tu madre siempre quiere verte -alegó Maisie Bruss, en un tono engolado y aguzado por el uso constante del teléfono.

La señorita Bruss, al servicio de la señora Manford desde poco después del segundo matrimonio de ésta, conocía a Nona desde que era una niña, y tenía el privilegio, incluso ahora que carecía de autoridad sobre ella, de tratarla con cierta benevolente familiaridad; la benevolencia era una característica de la familia Manford.

-Pero mira su agenda, iy sólo para esta mañana! -continuó diciéndole la secretaria, al tiempo que le tendía un bloc alargado con el reverso y la parte superior de tafilete, en el que estaba escrito con anodina caligrafla de secretaria: «7:30: elevación mental; 7:45: desayuno; 8:00: psicoanálisis; 8:15: ver a la cocinera; 8:30: meditación silenciosa; 8:45: masaje facial; 9:00: el hombre de las miniaturas persas; 9:15: correspondencia; 9:30: repaso manicura; 9:45: sesión de ejercicios eurítmicos; 10:00: ondulación del cabello; 10:15: posar para el busto; 10:30: recibir a la delegación para el Día de la Madre; 11:00: lección de baile; 11:30: comité de Control de la Natalidad en casa ... ».


LA NOVELA,2


Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 95

La gente de mi generación aún tuvo la suerte de aprender con maestros, a la manera de los antiguos artesanos que entraban en los talleres (pagando) para observar cómo trabajaban los expertos. Mío y de mis amigos fue Benet maestro consciente, voluntarioso y gratuito. Peor que gratuito: le desvalijábamos el bar y la cocina cada vez que nos reuníamos en su casa, en confusa mezcla de hijos, discípulos e invitados de alcurnia a veces con esposas. Ejercía de maestro con plena conciencia y gran teatralidad. Nos llamaba siempre por el apellido y nunca mostró la menor debilidad, sentimentalismo o cobardía. Destruyó una por una, con argumentos implacables y retórica ciceroniana, todas nuestras novelas, menos la primera de Marías.

Nos enseñó cosas esenciales para un novelista adolescente. No sólo con qué gesticulación se debe preparar la primera bebida de la noche, cómo se cuenta una misma historia diez o doce veces sin que parezca la misma, cuáles son los ridículos imperdonables en cualquier escritor español y quién los comete con mayor frecuencia, qué libros hay que evitar como si fueran la lepra, cuál es la carretera con menos socavones de la provincia de Madrid, cómo actúa un revisor de la Renfe al abrir el camarín a las cinco de la madrugada, cuál era el único novelista aceptable de la Francia contemporánea y por qué tampoco había que leerlo, en fin, cuestiones fundamentales, porque la enseñanza verdadera, como en los talleres medievales, no es la materia misma del arte ( eso se aprende mirando con atención una y otra vez) sino el modo de ser, la vestimenta, el trato social, la música favorita, el comportamiento, la actitud moral del artista, vaya. La enseñanza principal de un maestro ha de ser tanto moral como física, porque la relación del artista con su obra es, además de moral, una relación indudablemente física.


LA MERCANCIA


Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 74

Las novelas, como las enciclopedias antes de internet y como los libros de texto negociados con los gobiernos, son la rica base nutricia del mundo del libro, sus mercancías más populares. Todos creemos saber lo que es una mercancía, sin embargo el concepto ha variado de tal manera desde los tiempos de Marx que debe aclararse alguna de sus oscuridades.

Para la economía clásica una mercancía es un producto del trabajo, generalmente en forma de objeto con valor de uso y que, producido para el intercambio, encuentra un precio final en el mercado. Su ampliación, a partir de Marx, incluía, dentro del conjunto de mercancías, la fuerza de trabajo y otros entes inmateriales. En la actualidad es mercancía prácticamente todo. Quiero decir que yo soy una mercancía, es más, soy varias mercancías: mi hígado, mi corazón, mis riñones tienen precio y son bienes mercantiles de los que hay incluso redes de contrabando. También lo es el semen de los donantes que luego fertilizará a las mujeres con problemas de concepción y seguramente podríamos decir, sin levantar ampollas, que una criatura engendrada in vitro es una mercancía industrial.


LEOPOLDO MARIA PANERO


Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 36

De hecho había comenzado también el romanticismo hippie y el mediocre Jack Kerouac provocaba espasmos: todo el mundo quería vivir on the road. En esa opción extrema sólo Leopoldo Panero llegó a consumirse hasta acabar encerrado de por vida en un manicomio. Aún ahora (y lo conocí mucho y durante muchos años) no sabría decir si fue la testarudez voluntariosa de la poesía lo que le llevó a la locura verdadera, o si ya estaba todo decidido de antemano. Panero es un caso extraordinario de cómo un joven autodidacta en aquella sociedad desértica podía, sin embargo, llegar a leerlo todo, Lacan, Deleuze, Pound, claro, pero también Frances Yates, Nostradamus (uno de sus favoritos) o Agrippa d'Aubigné. O sea, todo.

Panero ha sido el más acabado ejemplo de cómo algunas de las teorías más avanzadas de la época podían convertirse en trampas mortales para quienes ya venían inclinados a la autodestrucción desde la cuna. Bataille, Blanchot, Barthes, Foucault habían puesto en claro el valor de las voces externas a la sociedad: los locos, los enfermos, los parricidas, los marginados, los salvajes y los excéntricos. Fue entonces cuando se reivindicó de tal modo a los locos como ciudadanos de peculiar valía que en algunos hospitales italianos, allí donde tenía predicamento un orate llamado Battaglia, los soltaron y no volvieron a encerrarlos hasta que el índice de criminalidad dio un salto vertiginoso. La voz de los salvajes, de los primitivos, de los locos, un invento de la Sezession alemana y de los surrealistas, llegó a su paroxismo en estas fechas y comenzó su declive cuando Althusser, uno de sus defensores desde el marxismo-lacanísmo, asesinó a su mujer a martillazos, Deleuze se mató tirándose por la ventana y Foucault murió de sida jurando que era un invento del Pentágono para oprimir a los homosexuales.


BENETIANA


Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 87

Para los de mi grupo, sin embargo, no cabía duda de que el único escritor que se saltaba todas las convenciones artísticas en la España de los años sesenta era Benet, junto con alguien que de un modo igualmente heterodoxo debía ser adscrito a la vanguardia, muy a su pesar, Rafael Sánchez Ferlosio.

Que Benet tenía una idea muy clara de sus propósitos literarios puede constatarse en su ensayo La inspírací6n y el estilo (1966), una de las más lúcidas e imprescindibles reflexiones sobre la literatura que se hayan escrito en España, pero también en su biografía. Como a los poetas del romanticismo, a Benet no le importaba en absoluto «hacer carrera», sólo ir avanzando en las derivas de la prosa como quien experimenta con drogas. Su primer libro, ya plenamente benetiano, Nunca llegarás a nada (1961), es un conjunto de relatos cada uno de los cuales crea una atmósfera densa y fatídica que podríamos llamar «cinematográfica» si no fuera porque a Benet le horrorizaba el cine. Ninguno de los cuentos permite afirmar dónde sucede, quiénes son los personajes, por qué se nos cuenta la historia, quién la cuenta o en qué temporalidad viene a ser. La primera frase del libro, «Un inglés borracho al que encontramos no recuerdo dónde, y que nos acompañó durante varios días y quizás semanas enteras ... », es característica. En efecto, el relato parece narrado por un borracho que no sabe dónde está, ni con quién, ni para qué y es incapaz de distinguir los días de las semanas. Sin embargo, como en otros de sus libros, el lenguaje se convierte en una trampa envolvente de la que no se puede escapar si no es por aburrimiento.


Stravinski


Nada que temer, Julian Barnes, p. 164

Stravinski fue a ver el cadáver de Ravel antes de que lo metieran en el féretro. Yacía sobre una mesa cubierta con una tela negra. Todo era blanco y negro: traje negro, guantes blancos, turbante blanco del hospital todavía alrededor de la cabeza, arrugas negras en una cara muy pálida que tenía «una expresión de gran majestad». Y ahí terminaba la grandeza de la muerte. «Fui al entierro», rememoraba Stravinski. «Son una experiencia lúgubre estos entierros civiles en que todo está prohibido fuera del protocolo.» Fue en París, en 1937. Cuando a Stravinski le llegó su turno, treinta y cuatro años después, transportaron su cuerpo por avión desde Nueva York a Roma y de allí lo llevaron en un vehículo a Venecia, donde colocaron por todas partes proclamas negras y violetas: LA CIUDAD DE VENECIA RINDE HOMENAJE A LOS RESTOS DEL GRAN MÚSICO IGOR STRAVINSKI, QUE EN UN GESTO EXQUISITO DE AMISTAD PIDIÓ QUE LE SEPULTARAN EN LA CIUDAD QUE AMABA POR ENCIMA DE TODAS. El archimandrita de Venecia ofició el servicio funerario ortodoxo griego en la iglesia de San Giovanni e Paolo, y después el ataúd pasó, llevado en andas, por delante de la estatua de Colleoni y cuatro gondoleros lo transportaron en una góndola funeraria a la isla cementerio de San Michele. Allí el archimandrita y la viuda de Stravinski arrojaron puñados de tierra sobre el féretro cuando lo bajaban al panteón. Francis Steegmuller, el gran estudioso de Flaubert, siguió las ceremonias de aquel día. Dijo que cuando el cortejo avanzaba desde la iglesia al canal, con los venecianos asomados a todas las ventanas, la escena se parecía a «un desfile de Carpaccio». Más, mucho más que el protocolo.


INCIPIT 1.496. NADA QUE TEMER / JULIAN BARNES


No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto. Pregunté a mi hermano, que ha enseñado filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, qué le parecía esta declaración, sin revelarle que era mía. Contestó con una sola palabra: «Sensiblera.» Hay que empezar por una persona: mi abuela materna, Nellie Louisa Scoltock, de soltera Machín. Era profesora en Shropshire hasta que se casó con mi abuelo, Bert Scoltock. No Bertram ni Albert, Bert a secas: bautizado, llamado e incinerado así. Era un director de escuela con ciertas dotes para la mecánica: un hombre de motocicleta y sidecar, más tarde propietario de una Lanchester y, después de jubilado, de un deportivo Triumph Roadster bastante pretencioso, con un asiento delantero para tres personas y dos individuales cuando se bajaba la capota. Cuando les conocí, mis abuelos se habían afincado en el sur para estar cerca de su única hija. La abuela fue al Women's Institute; encurtía y envasaba, desplumaba y asaba las gallinas y gansos que criaba el abuelo. Era menuda, de apariencia transigente, y tenía los nudillos gruesos de la vejez; necesitaba jabón para sacarse la alianza de casada.


INCIPIT 1.495. EL MEJOR DEL MUNDO / JUAN TALLON


Antonio extrae el puro del bolsillo de la chaqueta y lo huele con una inspiración larga, muy larga, larguísima. Al final, se le escapa un «Aaahhh» extasiado. Es un Cohiba Behike 56 que robó de casa de su padre el día de su entierro. Quizá el hombre lo guardaba para una ocasión especial. Pero ya no habría ocasiones especiales. No merecía la pena dejarlo allí, esperando a alguien que obviamente no iba a fumar más. Lo examina como a un anillo recién encontrado en el suelo y lo vuelve a guardar, empaquetando las ganas de fumárselo. Tiene tanto que celebrar que ese puro es un símbolo de la felicidad. Piensa que nunca estuvo tan cerca de ella. La persiguió y la atrapó. Se siente investido de un extraordinario poder. En su cabeza es omnipotencia, casi inmortalidad, al menos hasta el día en que pase lo peor. Es un momento álgido, dorado, devuelve el puro al bolsillo y estudia el centro de convenciones de un vistazo, atestado de visitantes que dirigen su atención al estand de Ataúdes Ourense, donde resplandece el Apolo, y constata que sigue ahí arriba, que al fin atrapó el éxito, que llegó, y que lo hizo pese a las circunstancias, a las adversidades que se sucedieron en cada una de las etapas de su vida hasta hoy.


JAMESIANA


Nada que temer, Julian Barnes, p. 161

Wharton consideraba la vida una tragedia -o como mínimo una comedia sombría- con un final trágico. O, a veces, sólo un drama con un final dramático. (Su amigo Henry James definió la vida como «el tránsito penoso que precede a la muerte». Y el amigo de él Turguéniev, creía que «la parte más interesante de la vida es la muerte».)

Tampoco seducía a Wharton la idea de que la vida, ya sea trágica, cómica o dramática, es necesariamente original. Nuestra falta de originalidad es algo que olvidamos provechosamente cuando nos encorvamos sobre nuestra -para nosotros- vida siempre fascinante. Mi amigo M., que dejó a su mujer por otra más joven, se quejaba: «La gente me dice que es un tópico. Pero a mí no me lo parece.» Lo era, sin embargo, y lo es. Nuestras vidas lo demostrarían, si pudiésemos verlas desde una mayor distancia, desde el punto de vista, pongamos, de ese Ser superior imaginado por Einstein.

Un día, una amiga biógrafa me propuso adoptar la visión ligeramente más larga y escribir mi vida. Su marido arguyó satíricamente que sería una obra corta, puesto que todas mis jornadas eran iguales. «Se levantó», decía su versión. «Escribió libro. Salió a comprar botella de vino. Volvió a casa, hizo la comida. Bebió vino.» Inmediatamente aprobé esta vida breve. Vale lo mismo que cualquier otra; tan verídica o tan mendaz como cualquier otra más larga. Faulkner dijo que la necrológica de un escritor debería decir: «Escribió libros y después murió.»


MORIR


Nada que temer, Julian Barnes,p. 137

La muerte y la forma de morir generan todo un cuestionario de preferencias similares. Para empezar, ¿preferirías saber que te estás muriendo o no? ¿Preferirías mirar o no mirar? A los treinta y ocho años, Jules Renard escribió: «Por favor, Dios, ¡no me hagas morir demasiado rápido! No me importaría ver cómo me muero.» Escribió esto el 24 de enero de 1902, en el segundo aniversario del día en que había viajado de París a Chitry para enterrar a su hermano Maurice: un funcionario de obras públicas que se quejaba del sistema de calefacción central, transformado, en cuestión de unos pocos minutos de silencio, en un cadáver con la cabeza recostada sobre una guía telefónica de París. Un siglo después, pidieron al historiador de la medicina Roy Porter que reflexionara sobre la muerte: «Verá, creo que sería interesante estar consciente a la hora de la muerte, porque debes de experimentar cambios de lo más extraordinarios. Pensar, me estoy muriendo ... Creo que me gustaría ser plenamente consciente en ese momento. Porque, verá, de lo contrario te estarías perdiendo algo.» Esta curiosidad terminal constituye una hermosa tradición. En 1777, el fisiólogo suizo Albrecht von Haller fue atendido en su lecho de muerte por un colega médico. Haller supervisó su propio pulso a medida que se debilitaba, y murió fiel a su carácter con estas últimas palabras: «Amigo mío, la arteria ya no late.» El año anterior, Voltaire también se había vigilado el pulso hasta el momento en que movió la cabeza lentamente y, unos minutos después, murió. Una muerte admirable -sin ningún cura a la vista-, digna del catálogo de Montaigne. Empero, no impresionó a todo el mundo; Mozart, a la sazón en París, escribió a su padre: «Probablemente sabrás que el ateo y granuja redomado Voltaire ha muerto como un perro, como un animal ..., ¡ya tiene su recompensa!» Como un perro, en efecto.


JULIAN BARNES


Nada que temer, Julian Barnes, p. 156

Cuando yo era «sólo» un lector, creía que los escritores, porque escribían libros que contenían verdades, porque describían el mundo, penetraban en el corazón humano, captaban tanto lo particular corno lo general y eran capaces de recrear ambas cosas en formas libres pero estructuradas, porque comprendían, tenían que ser, por consiguiente, más sensibles -y también menos vanidosos y egoístas- que las demás personas. Luego me hice escritor y empecé a conocer a escritores y a observarlos, y llegué a la conclusión de que la única diferencia entre ellos y los demás, el único y exclusivo aspecto en que eran mejores residía en que eran mejores escritores. Quizá, en efecto, fueran sensibles, perceptivos, sabios, capaces de generalizar y de captar lo particular, pero sólo ante sus escritorios y en sus libros. Cuando se aventuran en el mundo, suelen comportarse corno si toda su comprensión de la conducta humana se hubiera quedado atascada en sus máquinas de escribir. No sólo los escritores. ¿Son muy sabios los filósofos en su vida privada?

«Ni un ápice más sabios por ser filósofos», contesta mi hermano. «Peor aún, en su vida semipública son menos juiciosos que otros tipos de académicos.» Recuerdo que una vez dejé un momento la autobiografía de Bertrand Russell, no por incredulidad, sino por una especie de creencia horrorizada. De este modo describe el principio del fin de su primer matrimonio: «Salí a pedalear en bici una tarde y de repente, cuando avanzaba por una carretera rural, comprendí que ya no amaba a Alys. Hasta aquel momento ignoraba incluso que mi amor por ella había disminuido.» La única respuesta lógica a esto, a sus repercusiones y a su forma de expresión sería: que los filósofos no monten en bicicleta. O quizá, que los filósofos se abstengan de casarse. Conservarles para que hablen de la verdad con Dios. Para esto me gustaría tener a mi lado a Russell.


SINDROME DE STENDHAL


Nada que temer, Julian Barnes, p. 95

Y ahora llega a Florencia por primera vez. Procede de Bolonia: el carruaje cruza los Apeninos y comienza el descenso hacia la ciudad. «El corazón me brincaba como un loco. ¡Qué emoción más absolutamente infantil!» Cuando la carretera gira, se avista la catedral, con la famosa cúpula de Brunelleschi. En la entrada de la ciudad, abandona el carruaje -y su equipaje- para entrar en Florencia a pie, como un peregrino. Llega a la iglesia de Santa Croce. Allí están las tumbas de Miguel Ángel y Galileo; cerca está el busto de Alfieri esculpido por Canova. Piensa en otros grandes toscanos: Dante, Boccaccio, Petrarca. «La marea de emoción que me abrumaba fluía tan adentro que apenas se distinguía de la veneración religiosa.» Pide a un fraile que le abra la capilla Niccolini y que le deje ver los frescos. Se sienta «en el travesaño de un reclinatorio, con la cabeza apoyada en el respaldo, para que mi mirada se demorase en el techo». La ciudad y la proximidad de sus ilustres hijos  han puesto ya a Beyle casi en un estado de rapto. Ahora está «absorto en la contemplación de sublime belleza»; alcanza «el grado supremo de sensibilidad en que las divinas sugerencias del arte se mezclan con la apasionada sensualidad de la emoción.» Las cursivas son suyas.

La consecuencia física de todo esto es un desmayo. «Al salir del pórtico de Santa Croce sufrí unas violentas palpitaciones ... La fuente de la vida se secó en mi interior y caminé con un miedo constante de caerme al suelo.» Beyle (que ya era Stendhal cuando publicó este relato en Roma, Ndpoles y Florencia) pudo describir los síntomas pero no dar un nombre a su enfermedad. La posteridad, sin embargo, sí puede, puesto que la posteridad siempre sabe más. Beyle sufría, podemos decirle ahora, del síndrome de Stendhal, una afección identificada en 1979 por un psiquiatra florentino que había recopilado casi cien casos de mareo y náuseas producidos por la exposición a los tesoros artísticos de la ciudad.


Wittgenstein


Nada que temer, Julian Barnes, p. 33
Wittgenstein trabajaba de profesor en varios pueblos remotos de la baja Austria. Los lugareños le consideraban austero y excéntrico, pero entregado a sus alumnos; además, a pesar de sus propias dudas religiosas, estaba dispuesto a empezar y acabar cada día lectivo con el padrenuestro. Cuando enseñaba en Trattenbach, llevó a sus alumnos a una excursión escolar a Viena. Como la estación más cercana se encontraba en Gloggnitz, a unos veinte kilómetros, la excursión comenzó con una caminata pedagógica a través del bosque que había entre las dos localidades, y pidió a los niños que identificaran las plantas y las piedras que habían estudiado en clase. En Viena pasaron dos días haciendo lo mismo con muestras de arquitectura y tecnología. Después tomaron el tren de regreso a Gloggnitz.Cuando llegaron anochecía.  Emprendieron la caminata de veinte kilómetros. Wittgenstein, intuyendo que muchos de los alumnos estaban asustados, iba de uno a otro, diciendo en voz baja: "i Tienes miedo? Pues entonces sólo tienes que pensar en Dios.» Estaban, literalmente, en un bosque oscuro. ¡Vamos, cree! No pierdes nada. Y así era, en teoría. Un Dios inexistente al menos te protegerá de los inexistentes elfos, duendecillos y demonios del bosque, aunque no de los lobos y osos (y leonas) existentes.

Un experto en Wittgenstein señala que aunque el filósofo no era "una persona religiosa», había en él, "en cierto sentido, la posibilidad de religión»; pero su idea de ella era menos la creencia en un creador que un sentimiento de pecado y un deseo de juicio. Pensaba que «la vida puede enseñarte a creer en Dios»: es una de sus últimas notas. También se imaginaba respondiendo a la pregunta de si sobreviviría o no a la muerte, y contestaba que no podía decirlo: no por las razones que tú o yo podríamos aducir, sino porque «no tengo una idea clara de lo que estoy diciendo cuando digo "No dejo de existir"». No creo que muchos de nosotros lo sepamos, salvo los fundamentalistas y los que se inmolan esperando recompensas muy concretas. No obstante, seguramente está más a nuestro alcance entender lo que esto significa que lo que podría dar a entender.


EL AMOR


Hacer la guerra, Simone Weil, p. 111

El rechazo de la fuerza alcanza su plenitud en la concepción del amor. El amor cortés del país de Oc es lo mismo que el amor griego, aunque el papel tan distinto que tiene la mujer oculta esta identidad. Pero el menosprecio de la mujer no era lo que inducía a los griegos a honrar el amor entre hombres, cosa hoy baja y vil. Honraban igual el amor entre mujeres, como vemos en El banquete de Platón y en el ejemplo de Safo. Lo que honraban así no era sino el amor imposible. Por consiguiente, no era sino la castidad. Debido a la extrema facilidad de las costumbres, en el comercio entre hombres y mujeres casi no había obstáculos, mientras que la vergüenza impedía a toda alma bien orientada pensar en un goce que los propios griegos consideraban contra natura. Cuando el cristianismo y la gran pureza de las costumbres importada por las tribus germánicas colocaron entre el hombre y la mujer la barrera que faltaba en Grecia, se instauró entre ellos el amor platónico. El vínculo sagrado del matrimonio ocupó el lugar de la identidad de los sexos. Los trovadores auténticos no sentían más atracción por el adulterio que Safo y Sócrates por el vicio, lo que necesitaban era el amor imposible. Hoy solo podernos concebir el amor platónico como un amor cortés, pero se trata del mismo amor.

La esencia de este amor queda reflejada en unas líneas maravillosas de El banquete:

[ ... ] lo más importante es que el Amor no comete ni sufre ninguna injusticia, ni entre los dioses, ni entre los hombres. Porque lo que tenga que sufrir no lo sufre obligado, porque la fuerza no afecta al Amor. Y, cuando actúa, no lo hace obligado, porque cada cual obedece de buena gana y en todo al Amor. Un acuerdo consentido por ambas partes es justo, dicen las leyes de la ciudad real.


INCIPT 1.494. LA SANTA COMPAÑA / LG ACEBEDO


PÓRTICO. PRIMER DÍA

El vuelo del botafumeiro

No tengo mala opinión del miedo. Junto al freno de la vergüenza y a los dictámenes de la razón, el miedo me ha salvado a menudo del peligro, que, en contra de lo que me habían dicho tantas veces de joven, no viene de la astucia del demonio, sino de la ignorancia de los hombres o de lo contrario, de su exceso de curiosidad.

Era domingo, año de jubileo, y yo acababa de llegar a Santiago de Compostela sin miedo alguno, pero con el cuerpo bastante molido tras un trayecto de doce jornadas en el interior de un carruaje. No veía el momento de apearme cuando el coche por fin se detuvo frente a la portada de la catedral en obras, en una plaza copada por los puestos de obradores de piedra que trabajaban en la remodelación del edificio, junto a tenduchos de vendedores que  pregonaban sus mercancías: estrellas de Salomón para los partos, reliquias de mártir, huesos de santo, redomas de agua milagrosa, higas para el mal de ojo, remedios contra la peste y pedazos de la santa cruz. Escuchando a los variados contadores de milagros, había ciegos, mudos, impedidos, endemoniados y leprosos llegados a Santiago por el aliento de la esperanza de su curación.


INCIPIT 1.493. SUSPENSE / JOSPEH CONRAD


En la ladera de una árida montaña, cuya cresta pelada dibujaba en lo alto del cielo oscuro un contorno resplandeciente y fantasmal, un brillo enrojecía las fachadas de los palacetes de mármol que allí se agolpaban. El sol invernal se estaba poniendo por el Golfo de Génova. Más allá de la inmensa costa, hacia el este, el cielo era como un cristal oscurecido. También el mar abierto aparecía cristalino con una pátina púrpura en la que la luz de la tarde se demoraba como si quisiera aferrarse al agua. Las velas sin viento de unas cuantas feluccas lucían rosadas y alegres, inmóviles en la penumbra que iba adueñándose de todo. Todas las proas se dirigían hacia la soberbia ciudad. Al abrigo del largo embarcadero que tenía una torre circular y achaparrada en el extremo, el agua del puerto se había ennegrecido. Una embarcación mayor con velas cuadradas salía de él y, frenada de repente por la llegada de la calma, encaraba el rojo disco del Sol.


LA PASION


Hacer la guerra, Simone Weil, p. 81

La tragedia ática, al menos la de Esquilo y la de Sófocles, es la verdadera continuación de la epopeya. La idea de justicia la ilumina sin intervenir nunca; la fuerza aparece con su fría dureza, siempre aompañada por los efectos funestos que no respetan ni a quien la ejerce ni a quien la padece; la humillación del alma acongojada no se oculta, tampoco se envuelve con piedad fácil ni se expone al desprecio; más de un ser herido por la degradación de la desgracia se nos presenta como admirable. El Evangelio es la última y maravillosa expresión del genio griego, lo mismo que la Ilíada es la primera. En él asoma el espíritu de Grecia no solo porque se ordena buscar, excluyendo cualquier otro bien, «el reino de la justicia de nuestro Padre celestial», sino también porque en él aparece la miseria humana en un ser divino y humano a la vez. Los relatos de la Pasión muestran que un espíritu divino, unido a la carne, es alterado por la desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en el colmo del desamparo, separado de los hombres y de Dios. El sentimiento de la miseria humana les confiere ese  acento de sencillez que es la marca del genio griego y el gran mérito de la tragedia ática y la Ilíada. Hay frases que suenan extrañamente parecidas a las de la epopeya, y el adolescente troyano enviado al Hades, aunque él no quería partir, nos trae a la memoria lo que Cristo le dice a Pedro: «Otro te atará y te llevará a donde no quieres ir». Este acento no puede separarse del pensamiento que inspira el Evangelio, porque el sentimiento de la miseria humana es una condición de la justicia y el amor.


La Ilíada o el poema de la fuerza


Hacer la guerra, Simone Weil, p. 39

El verdadero héroe, el verdadero asunto, el centro de la llíada es la fuerza. La fuerza que ejercen los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la cual se retrae la carne de los hombres. El alma humana aparece aquí continuamente modificada por su relación con la fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de la que cree disponer, doblada bajo el yugo de la fuerza que soporta. Quienes habían soñado que la fuerza, gradas al progreso, ya pertenecía al pasado han podido ver en este poema un documento; quienes saben discernir la fuerza, hoy como ayer, en el centro de todas las historias humanas encuentran aquí el más bello, el más puro de los espejos.

La fuerza convierte en una cosa a quien está sometido a ella. Cuando se ejerce a fondo convierte al hombre en una cosa en el sentido más literal, porque le convierte en un cadáver. Había alguien y, un momento después, ya no hay nadie. Es el cuadro que la Ilíada no se cansa de presentarnos:

... los caballos

arrastraban con estrépito los carros vados por los caminos de

la guerra,

y añoraban a sus conductores sin tacha. Estos, en la tierra

yacían, a los buitres mucho más gratos que a sus esposas.


LA GUERRA CIVIL


Hacer la guerra, Simone Weil, p. 21

Por poner otro ejemplo, si alguien osa defender delante de un hombre de partido la idea de un armisticio en España, este responderá con indignación, si es de derechas, que hay que luchar hasta el final para imponer el orden y aplastar a los promotores de anarquía; responderá con no menos indignación, si es de izquierdas, que hay que luchar hasta el final por la libertad del pueblo, por el bienestar de las masas trabajadoras, por la aniquilación de los opresores y los explotadores. El primero olvida que ningún régimen político, del tipo que sea, acarrea desórdenes que puedan igualar ni de lejos a los de la guerra civil, con las destrucciones sistemáticas, las matanzas en serie en la línea de fuego, el menoscabo de la producción y los cientos de crímenes individuales cometidos a diario en los dos bandos debido a que cualquier canalla puede tener un fusil. El hombre de izquierdas, por su parte, olvida que, incluso en el bando de los suyos, las necesidades de la guerra civil, el estado de sitio, la militarización del frente y la retaguardia, el terror policial, la falta de límites para la arbitrariedad, la falta de garantías individuales, suprimen la libertad mucho más radicalmente que la subida al poder de un partido de extrema derecha; olvida que los gastos de guerra, las ruinas y el freno de la producción condenan al pueblo, y, por mucho tiempo, a privaciones mucho más crueles que las causadas por sus explotadores. Ambos, el hombre de derechas y el hombre de izquierdas, olvidan que largos meses de guerra civil han implantado poco a poco en cada bando un régimen casi idéntico. Cada uno de ellos ha perdido su ideal sin darse cuenta, sustituyéndolo por una entidad vacía; para cada uno de ellos la victoria de lo que aún sigue llamando su idea ya solo puede definirse como el exterminio del adversario; y cada uno de ellos, si le hablan de paz, responderá desdeñosamente con el argumento contundente, el argumento de Minerva en Homero, el argumento de Poincaré en 1917: «Los muertos no lo quieren».


ADOLFO SUAREZ


Cualquier cosa pequeña, Rafael Roig, p. 62

España es un desguace, por eso nos llaman así. La inflación supera el veintiséis por ciento, el paro anda en las mismas, hay huelgas a diario, por no hablar de los atentados terroristas. Ahora quieren firmar entre todos los grupos políticos un pacto con severas medidas económicas, ellos sabrán por qué. El presidente Suárez es simpático, como cualquier otro arribista, y tiene un atractivo pasado de moda, ya sabes, pelo cortado a navaja, ternos y la fea costumbre de meter los pulgares en los bolsillos del chaleco, y una manera de fumar sacada de las películas de gánsteres, en fin, parece un jugador de billar fanfarrón en algún casino de provincias. Pero gusta a las mujeres, Ginny; gusta a las madres, les encantaría acostarse con él o al menos que lo hiciera su hija, y que así él fuera su yerno. Con eso se ganan las elecciones en las democracias, muchacho.

_¿y las Canarias? -pregunta Loyola, que ya conoce la respuesta.

-Eso lo llevan en la sección de Islas Próximas. Las islas somos la mejor forma de convivencia, porque tenemos menos prisa. Madeira, Azores ... Nada nuevo ni nada peor, es lo que me dicen. ¿y vosotros?


DEP


El plural es una lata, J.Benito Fernández, p. 484

A las diez de la mañana del miércoles 6, aunque un día frío luce el sol, a Juan Benet le dan sepultura junto a los restos de sus padres y hermano en La Almudena, una de las mayores necrópolis de Europa. Todos los familiares están en torno a la tumba. Todos de pie alrededor del ataúd miran fijamente la fosa con una mirada vacía, falta de expresión. Algunos lloran calladamente. Cerca de cuatrocientas personas acudieron a la despedida. Carmen Romero, Rosa Conde, Clemente Auger, Fernando Morán, Alberto Oliart, Carmen Delgado de Torres, Joaquín Leguina, Máximo Cajal, Elías Querejeta, Álvaro de Luna, Manuel Matji, Miguel Ángel Aguilar, Luis Carandell, Pedro Altares, Rafael Sánchez Ferlosio, Javier Pradera, Carmen Martín Gaite, Jaime Salinas, Vicente Malina Foix, Javier Marías, Manuel de Lope, Juan Cruz, Rafael Borrás, Antonio Martínez Sarrión, Eduardo Chamorro, Rocío Martínez, Mariano Antolín Rato, Marisa Torrente, Marcos Giralt Torrente, Gonzalo Torrente Ballester, Silvia Llopis, José Esteban, Jesús Aguirre, Francisco Rico, Enrique Pérez Galdós, Peche y Pablo García-Arenal, Jesús Méndez Sáez, Ignacio Pérez de Juan, Joaquín Díez-Cascón, Pilar Gutiérrez, Arturo de Castro, Javier Rodríguez Ibrán, Eduardo Sánchez Várez, Consuelo Giménez Sánchez, María Jesús Martín-Ampudia, etcétera. Una vez tapada la huesa, se deshace el apiñamiento.

Por la tarde, Jaime Salinas telefonea a la poeta y traductora Julia Escobar Moreno para convenir una sesión de trabajo en sus memorias. Julia cree que Jaime prefiere aplazar la cita, pero no. Con una voz de infinito pesar, él le comunica que se ha quedado totalmente huérfano de amigos íntimos y que esta pérdida es la que más le ha dolido. Al final, se emplazan para almorzar juntos el día siguiente cerca del domicilio de Jaime. En torno al mantel, consternado a la vez que burlón, le confesó a Julia que en el entierro de Juan Benet había tanta prima donna, que ya no se sabía muy bien quién era el muerto.

El Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos celebra el 21 de enero un funeral y concierto a las seis y media en la iglesia de San Manuel y San Benito (Alcalá 83) en memoria de Juan Benet Goitia. Aunque de enorme influencia intelectual, Benet dejó escasa huella literaria -sería ridículo intentar imitarle-, pero sí discípulos. Solamente la gloria sobrevive a la muerte.


INCIPT 1.492. EL PLURAL ES UNA LATA / J.BENITO FERNANDEZ


EN EL PASILLO DE LOS ESCALOFRÍOS

CADA VEZ que comienzo a escribir una biografía siento el vértigo del debutante, tengo las dudas del principiante, como los narradores más conspicuos ante el inicio de una nueva novela. Con esta biografía sabía que me enfrentaba a un trabajo difícil, el más difícil. Nunca el proceso de elaboración de un libro me causó tanta pesadumbre y desaliento. Quizá sea esta la biografía que más disgustos y desvelos -escalofríos- me ha proporcionado, pero también es de  la que me siento más satisfecho, por ser la más completa.

Mi natalicio tuvo lugar en una casa de indianos. Mi bisabuelo materno -soy su homónimo- fue emigrante en Brasil y en 1932 mandó construir en Estás, parroquia de Tomiño (Pontevedra), una vivienda de estilo ecléctico, con cuatro fachadas, compuesta por una planta baja, primera y bajo cubierta. El cemento le permitió crear formas y tamaños en los paramentos que difícilmente habría logrado con la piedra: relieves de los arcos de las puertas, ménsulas de la galería, gotas, mútulos, figuras vegetales, geométricas. Avecindado en Madrid desde los cuatro años, de niño pasé los veranos en aquella casa. Como las alcobas estaban en la primera planta,  siempre esperaba que subiese alguno de los mayores; no me gustaba ser el primero a la hora de irme a dormir ante aquel silencio de muerte. Si esa noche era excepcionalmente cruda y había tormenta con truenos y aguaceros que incluían el apagón eléctrico, mi terror se acentuaba. Había que subir unas pinas escaleras que llevaban a un largo corredor a oscuras. Tras un descansillo y otro pequeño tramo de tres escalones había un interruptor de porcelana con cable trenzado al que un arrapiezo como yo apenas alcanzaba. Con la luz apagada iba en busca de mi habitación, al fondo del pasillo la última a la derecha, la misma donde nací.


INCIPIT 1.491. CUALQUIER COSA PEQUEÑA / RAFAEL REIG


Es un edificio colonial de dos plantas, un antiguo colegio británico en el barrio del puerto, cerca de la aduana marítima -la alfándega, así la llamamos aquí, no sé si por influencia del portugués o del gallego-; en la planta baja hay una lencería, una clínica dental y una acogedora, y abarrotada, tienda de libros de lance; allí estaban en otros tiempos los despachos y el refectorio de la selecta Clifford School; un cartel discreto anuncia con letras apenas legibles, en la segunda planta, MUDANZAS PANERO, adonde se accede por una herrumbrosa puerta metálica muy estrecha, entre las cristaleras de la clínica y la librería. Tiene dos timbres y solo en el de la derecha hay pegada una borrosa etiqueta que pone Panero. Parece la entrada a un túnel, un tabuco para guardar herramientas o la mazmorra en la que el dentista interviene a los pacientes más ruidosos; pero se abre a una amplia escalera de piedra que lleva al segundo piso, donde hay dos puertas: la de la izquierda (allí estuvo el dormitorio de los internos) permanece cerrada con llave, nadie sabe qué hay ahora en su interior, y los de Mudanzas Panero la llaman La Catacumba; la otra es la de los supuestos trajineros a los que jamás se ha visto transportar un mueble o ni siquiera un paquete, por más que a veces alguno lleve un portafolios de cuero.


Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate y Cayetana Fitz-James Stuar


El plural es una lata, J.Benito Fernández, p. 295

Con motivo del enlace de Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate y Cayetana Fitz-James Stuart, que tiene lugar en la capilla privada del palacio de Liria el jueves 16 de marzo, los Juanes y sus amigos publican un anuncio pagado a escote en la página 38 de El País el mismo día: «LA RUMOR HISPANIA LTDA. 'Filial de la Romour inc., N.J.' Anuncia a su distinguida y noble clientela el traslado de sus oficinas centrales a la calle de Princesa, sin, desde donde seguirá suministrando a la afición madrileña sus habituales y reconocidos servicios. Resultados comprobados. Máxima discreción». Ofició el sacerdote jesuita José María Martín Patino, amigo del novio desde los tiempos del seminario. A la boda asistieron un centenar de convidados. Por parte de Jesús Aguirre firmó como testigo Javier Pradera, instalado en un traje de chaqué. El juez Clemente Auger fue invitado como representante de la autoridad civil. Juan García Hortelano, el mejor cronista posible: lenguaraz y sarcástico. Un soberbio y vanidoso como Benet no podía disputar el protagonismo del nuevo duque.


Anastas ou a orixe da constitución


El plural es una lata, J.Benito Fernández, p. 322

La compañía gallega de teatro Troula, dirigida por Antonio Francisco Simón, pone en escena Anastas ou a orixe da constitución. Asisten Salinas, Malina, Marías, Peche, Benet, Sarrión y Reyes, Hortelano y María con su hija Sofía ... Según los recuerdos del director, tuvo gran éxito de asistencia. «El público se reía o murmuraba, según lo ya previsible, pero en medio de los silencios, se oía una tremenda carcajada. Entre bastidores, los actores no lo entendíamos ... hasta que, al final, después de los aplausos, se presentó ante nosotros Juan Benet, al que no conocíamos, responsabilizándose de las muchas carcajadas». «Lo que más me impresionó es que con un texto tan opaco, tan lento como los de Benet, lograse poner en movimiento, dar fluidez, marcar un ritmo a sus palabras. Es uno de esos casos en que el director y los actores 'salvan la obra'. Los actores no eran profesionales; tenían ese tufillo a representación de fin de curso, pero el director había hecho verdaderas proezas con los elementos más rudimentarios (lo que por otra parte me desconcertó es constatar que el gallego está más cerca del castellano que del portugués; sonaban todos como sueno yo cuando pruebo a hablar la lengua del país vecino). De nuevo en la sala mucha gente joven y dejando de lado la vieja guardia que constituía nuestro grupo, desconocida y no-madrileña. ¡Cada día me convenzo más que la lacra de este país es Madrid! Tras la representación el Benet & Cía. improvisó una fiesta con la compañía de teatro en Bocaccio. Si hubiera sido en otro sitio, si no hubiera estado Benet con su corte, posiblemente hubiera ido para poder hablar con el director. La María, la Sofía e incluso el Hortelano nos volvimos directamente a nuestras respectivas casas», escribe Salinas a su compañero. Hubo una nueva representación el día después a las siete de la tarde, día que el autor lo pasó en casa «embriagado por el triunfo de ayer».


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