
Al principio, cuando llegamos a
Londres, a Angèle apenas la veía. Si durante el primer mes se acercó dos o tres
veces a decir hola y a que me la trajinase, ya son muchas. Estaba demasiado
ocupada, decía, con su Purcell, instalándose, afirmaba, en una avenida que yo
aún no conocía por Marble Arch, en un bonito barrio parecido a l’Étoile pero
aquí, en un rincón de un parque al estilo de Monceau, el Hyde (Haide). Yo nunca
iba por allí, de común acuerdo, para no molestarlos. Me quedaba en mi zona,
vamos, no pedía nada a nadie, que me dejasen en paz. No iba a ser yo motivo de
complicaciones. Por eso, me escogió un cuartito en Leicester Street bastante
decente, he de decir. Leicester es directamente el barrio de los placeres
inmediatos, una zona lateral al bulevar, para que os hagáis una idea, justo en
la esquina del Empire Theater. En la época de la que hablo, el Empire Theater
era un escenario para revistas vivarachas. También era el momento de la
propaganda para el frente. Se animaba a los ingleses de todas las maneras
posibles para que se unieran a la danza, ¡y no veas lo difíciles de convencer
que son los ingleses! Se les presentaba la cosa con música como un tremendo
viaje patriótico y una luna de miel, con un torrente de fanfarrias, un pasmo de
muslámenes cadenciosos, en un paraíso de flores eléctricas bien abiertas. A ver
qué más querían. En el 22º regimiento de coraceros, las cosas eran más simples,
pero para los gentlemen echaban el resto. Eran hombres refinados. Se los
trabajaba a fuerza de sugestión, de whisky, de cigarrillos, de orgullo, de
blondas, de cansancio. Yo no decía nada, observaba, era mi papel, pero, aun
así, aquello me parecía un juego de niños. Cuando ya no tuve uniforme para
pasear, su reclutador, con su pequeña escarapela y su bastoncito de mando, se
acercaba a menudo para tantear mis sentimientos. Me daba un chute de amor
propio, me tomaba por un novato. Tenía labia. Yo me pavoneaba. Le dejaba hacer.
Por soñar que no quede. Cuando lo escuchaba, me rejuvenecía, volvía recompuesto
de todo un infierno. Lo seguía escuchando por placer. Entonces, ¿no se me
notaba lo del oído? ¿No se oía fuera? Iba diciendo que la calle donde vivía
estaba un poco apartada de Piccadilly Circus, esa plaza donde hay tantos
vehículos y la publicidad atesta los escaparates. Era una callecilla bastante
traicionera, la nuestra, para ser sincero, con tiendas donde no se vendía gran
cosa como no fuesen coños más o menos, pero a salto de mata, claro, en el
entresuelo, a la inglesa. La planta baja, como si fuese un salón, era el lugar
de descanso de los chulos, siempre alerta.