Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

Miguel de Molina


Presentes, Paco Cerdá, p. 55

si se escondiera, no sería el gran Miguel de Molina, y por eso esta noche, aun doliéndole todo, aun sintiendo el miedo cerca y saberse perseguido por los heraldos de la muerte, quiere gustar y triunfar y volver a sentir, sobre las tablas del Pavón, esa droga que le embriaga más que el coñac: el aplauso.

Solo hace tres días que reapareció. Los rumores se habían desatado. Qué le ha pasado a Miguel de Malina. Nadie lo sabe. Solo él. El público sabe que es una estrella del espectáculo. Que en la República demostró que un hombre puede cantar cuplés flamencos sin imitar a nadie ni vestirse de mujer. Que el vuelo de las mangas de dos metros de su primera blusa, seda georgette verde nilo con lunares de terciopelo rodeados de pedrería, había cautivado. Que en la guerra había cantado por el frente republicano para animar a las tropas y a la retaguardia y también a los pobres heridos y enfermos en los hospitales, sentado él en una silla desvencijada junto a sus camas y contándoles pasajes divertidos de su vida y anécdotas alegres de la gitanería que tan bien conoció en su infancia y juventud. Es Miguel de Molina. El de na te pido na te debo, me voy de tu vera olvídame ya. El de ojos verdes, verdes como la albahaca, verdes como el trigo verde y el verde verde limón. El cantante libre y del pueblo. O como la otra noche le dijeron, asco en la boca y odio en las garras cuando iban a darle la paliza: un marica y rojo. Por eso ha desaparecido una semana entera del Pavón.


OSCAR WILDE


Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 122

51) Siempre fue una vieja aspiración de Osear Wílde, expresada en El crítico como artista, «no hacer absolutamente nada, que es la cosa más difícil del mundo, la más difícil y la más intelectual».

En París, en los dos últimos años de su vida, gracias nada menos que a sentirse aniquilado moralmente, pudo hacer realidad su vieja aspiración de no hacer nada. Porque, en los dos últimos años de su vida, Wílde no escribió, decidió dejar de hacerlo para siempre, conocer otros placeres, conocer la sabía alegría de no hacer nada, dedicarse a la extrema vagancia y al ajenjo. El hombre que había dicho que «el trabajo es la maldición de las clases bebedoras» huyó de la literatura como de la peste y se dedicó a pasear, beber y, en muchas ocasiones, a la contemplación dura y pura.

«Para Platón y Aristóteles -había escrito-, la inactividad total siempre fue la más noble forma de la energía. Para las personas de la más alta cultura, la contemplación siempre ha sido la única ocupación adecuada al hombre.»

También había dicho que «el elegido vive para no hacer nada», y así fue como vivió sus dos últimos años de vida. A veces recibía la visita de su fiel amigo Frank Harris -su futuro biógrafo-, que, asombrado ante la actitud de absoluta vagancia de Wilde, solía comentarle siempre lo mismo:

- Ya veo que sigues sin dar golpe ...

Una tarde, Wilde le contestó:

-Es que la laboriosidad es el germen de toda fealdad, pero no he dejado de tener ideas y, es más, si quieres te vendo una.


CRISTIANOS ANTIGUOS


Elizabeth Finch, Julian Barnes, p. 94

Estos galileos arribistas, además, hacían gala de una naturaleza histérica, como evidenciaba su afición por el martirio, algo que, en palabras de Juliano, «los llevaba a encontrar la muerte deseable, pensando que si se arrancan su vida violentamente subirán volando hacia el cielo».

Por último, el Apóstata se muestra perplejo ante la absoluta falta de sofisticación del cristianismo, su rechazo a reconocer a los expertos, su inclinación a alabar al idiota y al simplón por delante del escriba y el sabio. Thomas Taylor, traductor de la obra de Juliano al inglés en 1809 y él mismo «politeísta filosófico», se explayó con entusiasmo sobre este punto:

No parece sino que Cristo encontraba sus delicias en estar con los niños, las mujeres y los pescadores. [A los apóstoles] les predica la insensatez, y les enseña que se aparten de la sabiduría, llamándolos a imitar a los niños, a los lirios, el grano de mostaza, y a los pájaros; todos ellos seres sencillos, sin pretensiones, que se dejan guiar por el instinto, sin artificio y cuidado alguno [ ... ]. En la Escritura, además, se menciona con frecuencia a ciervos, venados y corderos [ ... ]. Ahora bien, no hay animal más simple que este. Así lo atestigua el dicho de Aristóteles que habla del «espíritu borreguil», tomado sin duda de la estupidez de este animal, y que, según él, solía aplicarse como injuria contra zafios y majaderos. Pues bien, este es el rebaño del que Cristo se proclama pastor. Y hasta él mismo se complace con el nombre de cordero.

Cabe señalar que estudios científicos recientes han demostrado que, en contra de la creencia tradicionalmente instaurada, las ovejas son en realidad animales de gran inteligencia y complejidad emocional, con buena memoria y capacidad de entablar amistades y de sentir pesar cuando mandan a sus compañeras al matadero.


INCIPIT 1.515. UN LUGAR INCONVENIENTE / JONATHAN LITTELL Y ANTOINE D'AGATA


Otra vez

1. En 1990, una mujer que entonces me era cercana remitió una solicitud a Maurice Blanchot para una revista que ella editaba. La respuesta le llegó en forma de dos cartas: una, manuscrita y personal, la otra, mecanografiada y pública. Yo traduje esta última (bajo pseudónimo) para la revista en cuestión. Empezaba así: «Estimada señora, disculpe que le responda con una carta. Leyendo la suya, donde me solicita un texto para ser incluido en el número de una revista universitaria americana (Yale) con el tema "La literatura y la cuestión ética", sentí miedo, casi desesperación. "Otra vez, otra vez", me dije. No es que pretenda haber agotado un tema inagotable, al contrario, tengo la certeza de que ese tema vuelve a mí porque es intratable»!

2. Un tema intratable que vuelve a mí. También podríamos verlo corno una pedrada en la cabeza que me noquea, que me deja atontado. Ni siquiera había empezado y ya estaba exhausto. De nuevo Blanchot: «Querer escribir, menudo absurdo: escribir es la degradación de la voluntad».

3. Fue a principios de 2021, cuando Europa salía a duras penas del Covid. Un amigo me pidió que escribiera sobre Babyn Yar. «¿Por qué no escribes algo sobre Babyn Yar? Deberías escribir sobre Babyn Yar.» ¿Otra vez? Oh, no, otra vez no.


INCIPIT 1.514. ELIZABETH FINCH / JULIAN BARNES


Se plantó frente a nosotros, sin apuntes, libros ni nervios. El atril lo ocupó su bolso. Echó un vistazo alrededor, sonrió, en silencio, y comenzó.

-Habrán observado que el título de este curso es «Cultura y civilización». No se alarmen. No los voy a acribillar a gráficos circulares. No voy a intentar embuchar les datos como a un ganso cebado; lo único que se consigue con eso es una hipertrofia en el hígado, lo cual no sería sano. La próxima semana les proporcionaré una selección de lecturas totalmente opcional; ni perderán nota por ignorarla, ni la ganarán por estudiarla sin descanso. Les daré clase como a los adultos que sin duda son. La mejor forma de educar, como. sabían los griegos, es la colaborativa. Pero ni yo soy Sócrates, ni ustedes una clase de Platones, si es que es ese el plural correcto. No obstante, dialogaremos. Por otro lado, dado que ya no están en el colegio, no me dedicaré a dispensar blandos gestos de aliento y flojas palmaditas en la espalda. Para algunos de ustedes, puede que yo no sea la mejor profesora, en el sentido de la más adecuada a su temperamento y mentalidad. Vaya esto por delante para quien corresponda.


EL TRIUNFO DEL PAGANISMO


Elizabeth Finch, Julian Barnes, p. 108

Para sus partidarios de los siglos venideros, Juliano era esa figura seductora: un Líder Perdido. ¿Y si hubiese gobernado durante treinta años más, relegando el cristianismo año tras año y volviendo a consolidar, de un modo gradual, y más tarde contundente, el politeísmo de Grecia y Roma? ¿ Y si sus sucesores hubieran proseguido con esa política durante siglos? ¿Qué habría pasado entonces? Quizás no hubiese hecho falta un Renacimiento, dado que las antiguas tradiciones grecorromanas seguirían intactas, y las grandes bibliotecas de la erudición no se habrían destruido. Puede que no hubiese sido necesaria una Ilustración, porque ya se habría producido en gran parte. Se habrían evitado las distorsiones sociales y morales seculares impuestas por una religión de Estado poderosísima. Cuando llegase la Edad de la Razón, llevaríamos ya catorce siglos viviendo en ella. Y los sacerdotes cristianos que hubiesen sobrevivido, con sus creencias peculiares, excéntricas, pero inofensivas -o más bien, neutralizadas-, se codearían en igualdad de condiciones con paganos y druidas, abrazaárboles y dobladores de cucharas, judíos y musulmanes, etcétera y etcétera, todos ellos bajo la protección benévola y tolerante de lo que a la postre habría sido el helenismo europeo. Imaginemos los últimos quince siglos sin guerras religiosas, tal vez sin ninguna intolerancia religiosa o incluso racial. Imaginemos la ciencia liberada de las trabas de la religión. Borremos a todos aquellos misioneros que les metían la fe con calzador a los pueblos indígenas, acompañados de soldados que les robaban el oro. Imaginemos la victoria intelectual de lo que creían la mayoría de los helenistas: que si algún placer podíamos disfrutar en la vida, era en esta breve estancia terrenal nuestra, no en un cielo absurdo y disneyficado después de muertos.


ANTIOQUIA


Elizabeth Finch, Julian Barnes, p. 98

De camino a Persia, Juliano se detuvo en la ciudad de Antioquía. Le resultó repulsiva en muchos aspectos: cristiana, sibarita, corrupta, avara y holgazana. Pero contenía también uno de los templos paganos más sagrados: el de Apolo en el arrabal de Dafnea, levantado justo en el lugar en el que Dafne, huyendo, se había transformado en un árbol de laurel. En su interior había una estatua de Apolo hecha de madera de vid, de treinta metros de alto y envuelta en un manto de oro: se decía que igualaba en magnificencia a la de Zeus en Olimpia. Desde Constantinopla, Juliano había mandado instrucciones para restaurar el templo y disponerlo todo para su llegada. Había imaginado bestias listas para el sacrificio, libaciones, y a la juventud de la ciudad espléndidamente ataviada para darle la bienvenida. Pero no encontró nada de eso. Cuando preguntó qué habían preparado para los sacrificios, el sacerdote sacó un ganso mísero y solitario, que él mismo había traído de casa.

Pero el problema iba más allá de la indolencia y la insolencia.El lugar estaba corrompido desde que el propio hermano de Juliano, Galo, antiguo gobernador de Antioquía, había construido justo al lado del templo una iglesia en honor a san Babilas, un mártir cristiano local, y había depositado allí los restos del santo. En Delfos, Juliano había consultado a la sacerdotisa de Apolo y le había preguntado por qué el oráculo ya no hablaba. «¡Los muertos», le contestó, «me impiden hablar! ¡Desgarra las urnas, extrae los huesos, echa de aquí a los muertos!» Juliano obedeció esta instrucción; retiró el sarcófago de Babilas y lo devolvió a la tumba de la que Galo lo había sacado. Hubo protestas callejeras que rozaron la revuelta, se gritaron insultos al emperador; algunos cristianos terminaron arrestados y fueron «torturados con látigos y uñas de gato». Un par de días más tarde, el Templo de Apolo ardió por completo, y los treinta metros de la deidad de madera quedaron reducidos a cenizas. Como es lógico, las sospechas recayeron sobre los cristianos (pese a que un adorador pagano que había tenido un descuido con los cirios era el culpable).


JULIANO EL APOSTATA


Elizabeth Finch, Julian Barnes, p. 88

Juliano fue un emperador romano que jamás puso un pie en Roma. Un emperador accidental; aunque, en aquellos tiempos, acceder al poder imperial por accidente era un hecho más habitual. Vivió su juventud como estudioso, lejos de la corte, lejos de menesteres militares. En el año 351, convocaron a su hermano Galo a la corte de Milán, lo nombraron César, lo mandaron a gobernar el Este, lo hicieron volver al cabo de tres años, lo juzgaron por corrupción y lo ejecutaron. Cuando convocaron a Juliano a Milán, él medio esperaba que lo eliminasen también. Pero encontró la protección de la segunda esposa del emperador Constantino, Eusebia, y es posible, además, que aquel muchacho estudioso no fuera considerado una gran amenaza. Lo pusieron al frente del ejército occidental del imperio en la Galia, dando por hecho -al menos, según su propia versión- que fracasaría. Eusebia le proporcionó obras de filosofía, historia y poesía para que pudiera proseguir con sus estudios mientras acababa con las diversas tribus germánicas. Cruzó el Rin tres veces en guerras pacificadoras; sus tropas lo proclamaron augusto a las puertas de París. Burló los intentos de hacerlo regresar a Milán, y marchó para enfrentarse a Constando, que gobernaba en la mitad oriental del imperio. Cuando los ejércitos se aproximaban ya, tuvo lugar un feliz accidente: Constando murió de fiebres en Mopsuestia en 361, y dejó a Juliano sin oposición.

Mediante el Edicto de Milán de 313, Constantino y su coemperador, Licinio, habían despenalizado el cristianismo. El Estado pasó así a ser oficialmente neutral en lo tocante a la religión, si bien se concedió a los sacerdotes cristianos libertad para viajar sin restricciones por todo el imperio y se los eximió de obligaciones tributarias. Tras la muerte de Constantino en el año 337, sus hijos Constantino II y Constando II gobernaron como cristianos. De modo que cuando, al convertirse en emperador, Juliano se proclamó pagano y anunció que no volvería a pisar jamás una iglesia cristiana, no estaba desinstaurando el cristianismo, porque en ningún momento se había instaurado. Los cristianos, por descontado, no lo vieron así, y algunos sospechaban que, en caso de que Juliano regresara victorioso de su guerra en Persia, se centraría en la persecución de su Iglesia. ¿Qué le impedía prohibir de nuevo la religión cristiana y erigirse en un segundo Diocleciano?


DUCHAMP


Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 67

Duchamp dejó la pintura más de cincuenta años porque prefería jugar al ajedrez. ¿No es maravilloso? Le imagino enterado perfectamente de quién fue Duchamp, pero permítame ahora que le recuerde sus actividades como escritor, permítame que le cuente que Duchamp ayudó a Katherine Dreier a formar su personal museo de arte moderno, la Société Anonyme, Inc., le aconsejaba las obras de arte que debía coleccionar. Y cuando en los años cuarenta se hicieron planes para donar la colección a la Universidad de Yale, Duchamp escribió treinta y tres noticias críticas y biográficas de una página sobre artistas, desde Archipenko a Jacques Villon.

«Jugador de torneos de ajedrez y artista intermitente, Marcel Duchamp nació en Francia en 1887 y murió en 1968 siendo ciudadano de los Estados Unidos. Se sentía en casa en ambos mundos y dividía su tiempo entre ellos. En el Armory Show de Nueva York, en 1913, su Desnudo bajando una escalera divirtió y ofendió a la prensa, provocando un escándalo que le hizo famoso in absentia a la edad de veintiséis años y le atrajo a los Estados Unidos en 1915. Tras cuatro años de existencia en Nueva York, abandonó aquella ciudad y dedicó la mayoría de su tiempo al ajedrez hasta 1954. Algunos jóvenes artistas y conservadores de museos de varios países redescubrieron entonces a Duchamp y su obra. Él había regresado a Nueva York en 1942, y durante su última década allí, entre 1958 y 1968, volvió a ser famoso e influyente.»

Incluya a Marcel Duchamp en su libro sobre la sombra de Bartleby. Duchamp conocía personalmente a esa sombra, llegó a fabricarla manualmente. En un libro de entrevistas, Pierre Cabanne le pregunta en un momento determinado si se dedicaba a alguna actividad artística en esos veinte veranos que pasó en Cadaqués. Duchamp le contesta que sí, pues cada año reconstruía un toldo que le servía para estar a la sombra en su terraza. A Duchamp siempre le gustó estar a la sombra. Le admiro mucho y, además, es un hombre que trae suerte, inclúyalo en su tratado sobre el No. Lo que más admiro de él es que fue un gran embaucador.

En la foto Etant donnés

Ferrer Lerín


Bartebly y compañía, Vila-Matas, p.56

16) Es como si últimamente les hubiera dado a los escritores del No por ir directamente a mi encuentro. Estaba tan tranquilo esta noche viendo un poco de televisión cuando en BTV me he encontrado con un reportaje sobre un poeta llamado Ferrer Lerín, un hombre de unos cincuenta y cinco años que de muy joven vivió en Barcelona, donde era amigo de los entonces incipientes poetas Pere Gimferrer y Félix de Azúa. Escribió en esa época unos poemas muy osados y rebeldes -según atestiguaban en el reportaje Azúa y Gimferrer-, pero a finales de los sesenta lo dejó todo y se fue a vivir a Jaca, en Huesca, un pueblo muy provinciano y con el inconveniente de que es casi una plaza militar. Al parecer, de no haberse ido tan pronto de Barcelona, habría sido incluido en la antología de los Nueve Novísimos de Castellet. Pero se fue a Jaca, donde vive desde hace treinta años dedicado al minucioso estudio de los buitres. Es, pues, un buitrólogo. Me ha recordado al autor austríaco Franz Blei, que se dedicó a catalogar en un bestiario a sus contemporáneos literatos. Ferrer Lerín es un experto en aves, estudia a los buitres, tal vez también a los poetas de ahora, buitres la mayoría de ellos. Ferrer Lerín estudia a las aves que se alimentan de carne -de poesía- muerta. Su destino me parece, como mínimo, tan fascinante como el de Rimbaud.


INCIPIT 1.513. PRESENTES / PACO CERDA


Las luces se han apagado. Y ahí está él. Presente.

El Fundador, el Profeta, el Ausente.

El Maestro, Glorioso Mártir, César Eterno.

El Héroe Nacional, Figura de la Raza, Primero de los Caídos.

La Muerte que Vive, Novio de España, Artífice del Imperio.

El Elegido, Genio Creador, el Nunca Muerto.

Está ahí, yacente frente al altar, orlado de nombres pomposos, rehén de unos laureles que alejan y mortifican. Y sin embargo, perforando la neblina de este amanecer marino que arrulla a Alicante entre volteos tristes de campana, en las calles agitadas por la muchedumbre y  dentro de esta iglesia solo resuena un nombre humilde, común, pequeño: José Antonio.

Por él, y no por Dios, se han apagado las luces.

Cuando el obispo ha levantado la sagrada forma, una corneta ha sonado. Las luces del templo han dejado de brillar. Afuera sestea la madrugada. En el interior de San Nicolás no hay oscuridad, solo penumbra. Veinticuatro hachones de fuego arden con llamas temblorosas, ascendentes, puro Greco expresionista. Esos fuegos primitivos encuadran el túmulo funerario. Imponente. Oscuro. Permanece elevado a tres metros de altura. Para verlo, los mentones se alzan en reverencia y admiración. En lo alto, sobre un catafalco forrado de terciopelo negro,  brilla la caja de ébano. Dentro reposa él. Presente. Dispuesto a emprender el viaje más largo, de lo terrenal a lo redentor.


INCXIPIT 1.512. CARNICERO / JOYCE CAROL OATES


Nota del editor

Por la presente, hete aquí una biografía que recoge diversas voces, principalmente, la de mi difunto padre, el doctor SilasAloysius Weir (1812-1888), quien fuera durante treinta y cinco años director del Manicomio Estatal de Lunáticas de Trenton, en Nueva Jersey, y, por consenso entre sus colegas médicos, cirujanos y psiquiatras, «padre de la ginopsiquiatría », véase, la psiquiatría especializada en la mujer. Sin embargo, Silas Aloysius Weir también fue pionero en otros aspectos de la medicina, como revelará esta biografía.

En un principio, como albacea testamentario de mi padre, mi intención había sido reunir un compendio de testimonios de sus colegas de profesión con respecto a su obra pionera, en conmemoración del (décimo) aniversario de su fallecimiento; buena parte de mi propósito original se mantiene, sin duda, aunque otros documentos -de fuentes insospechadas- y mi propio comentario han ensanchado esta obra.

He descubierto que resulta imposible obtener una representación fiel de la vida y la carrera de Silas Aloysius Weir. Como valiente pionero de su campo, si bien a veces obstinado, es natural que mi padre despertase mucho resentimiento, rivalidades y censura en su época; tras su muerte, las posiciones con respecto a su reputación se han recrudecido y por lo general, caen de uno de estos dos lados: apoyo o denuncia.

Mi propia posición, como albacea, pero también como su primogénito es, no obstante, objetiva, espero.


INCIPIT 1.511. BRUJERIA / GONZALO TORNE


1. iVERANO BOMBA!

¿Qué nos retiene en un sitio? ¿Por qué nos quedamos al lado de alguien? A menudo me ha parecido intuir una posible respuesta a estas preguntas, pero enseguida se me ha escurrido entre los dedos ... Así que no empezaré divagando, prefiero hablaros del verano en el que conocí a Laura Pons en el mismo pueblecito costero donde de niño pasaba las vacaciones, aunque solo mi madre se instalaba allí durante el verano largo que arranca con el primer sol de mayo y se prolonga hasta que el viento de noviembre impide el baño. El pueblecito está contado enseguida. Queda en esa zona del sur de Europa que los catalanes insistimos en considerar un norte. Lo rodea un semicírculo de montañas cubiertas de pinos con las laderas salpicadas por masías dispersas: a medida que desciende el terreno las viviendas se acumulan hasta formar un tejido urbano alrededor de la plaza, donde el ayuntamiento y la iglesia coinciden en darle la espalda a la doble hilera de casas que se abren al mar como un anfiteatro. A veces la puesta de sol incendia el mar, pero solo los días que las embarcaciones se mecen bajo la luz blanca de junio el conjunto cumple con la promesa de los pueblos de postal.


INCIPIT 1.510. CONVERSACIONS CON IAN McEWAN


INTRODUCCIÓN

En mayo de 2008, Ian McEwan y Steven Pinker mantuvieron una charla en público en el marco del Festival Voces del Mundo del PEN American Center. Su conversación giró en torno a la comunicación, la psicología evolucionista y cómo, en palabras de Pinker, «si uno repasa la transcripción de una conversación, es evidente la poca comunicación de datos que se produce. En gran parte se compone de insinuaciones y eufemismos, y contamos con que nuestro interlocutor rellenará los huecos». En un diálogo, el contexto es importante, lo mismo que los matices de la expresión y el tono, y el proceso de trasladar los intercambios verbales a la página origina, indudablemente, leves pérdidas de significado o de intencionalidad. McEwan es muy consciente de este hecho, y su implicación en las conversaciones reunidas en el presente volumen revela hasta qué punto le interesan la especificidad del lenguaje y la exactitud del sentido. Las conversaciones son muy reveladoras, pero, lo que aún es más importante, documentan un diálogo permanente entre el autor, sus obras y sus lectores. A través de esta serie de apasionantes y francos debates, McEwan ofrece una visión única de su proceso de escritura y proporciona acceso a las múltiples facetas de su persona como autor famoso, erudito, padre y escritor.


Ian McEwan


Conversaciones con Ian McEwan, p. 258

McEwan: Bueno, no creo que estar en la cámara acorazada de una biblioteca sea una vida póstuma, pero probablemente es la única vida póstuma que voy a tener, y en eso seré más afortunado que la mayoría. No veo razón alguna para pensar que algo sobrevivirá a la extinción de mi cerebro y mi cuerpo. A medida que te adentras en los sesenta, es inevitable que tu obra quede permeada por un sentido más potente de tu propia finitud. En realidad, es casi como una disciplina. Incluso en el sentido de lo más trivial, pienso en lo oneroso que es tener otro verano húmedo y nublado cuando ya sólo te quedan diez o veinte. De modo que hay una verdadera sensación de que el tiempo se acaba.

Una vez le pregunté a Updike sobre este asunto. Me dijo que estaba pensando en deshacerse de muchos libros porque tal vez se mudase a un lugar más pequeño, y yo le comenté: «Vaya, eso le producirá mucha angustia». Y él me respondió: «Bueno, eso es lo que habría pensado hasta los cincuenta y cinco años o así, pero luego algo sucede. Empieza a importarte menos. Es curioso -continuó- que pensar en tu muerte no te llene de la misma tristeza o miedo que te producía cuando tenías treinta años». Y creo que empiezo a notar un hálito de eso mismo. Así que, tal vez, sin religión te resignas biológicamente de todos modos. Simplemente te importa menos.


BARTEBLY


Conversaciones con Ian McEwan, p. 237

Querría preguntarle acerca de Bartleby el escribiente, porque se diría que rompe todas las reglas de la comunicación humana. No quiere entrar en el juego y vuelve loco al narrador del relato de Melville. En determinado momento, el narrador se da cuenta de que ése es su destino, de que Dios le ha mandado a Bartleby, y de que su papel en la vida es simplemente proporcionarle a Bartleby un lugar tras la mampara de su oficina en el que estar. Luego pasas la página y no quiere más que librarse de ese horrible íncubo. Pasa de un estado de ánimo a otro. En cierto modo, es una historia paralela a «Los muertos », porque la muerte de Bartleby produce también una poderosa sensación de humanidad. El descubrimiento por parte del narrador del único pequeño dato que ha podido averiguar sobre la vida de Bartleby-que tuvo un trabajo en otra oficina que consistía en abrir cartas muertas cuyos remitentes habían fallecido- produce el famoso grito: « ¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!» al final del relato. Pero me pregunto, desde el punto de vista cognitivo, ¿qué le pasa a Bartleby? Siempre he pensado que era autista.

Pinker: Es posible. El déficit cognitivo más evidente en el autismo es la falta de intuición, que es precisamente lo que usamos para leer entre líneas, para meternos en la mente de otros e imaginarnos qué quieren decir. A menudo, a las personas autistas se les escapan las sutilezas de la conversación, al menos por lo que respecta a la comprensión. Un amigo mío, que tiene un hijo autista, llamó a su casa un día y el chico cogió el teléfono. Mi amigo le preguntó: «¿Está tu madre en casa?» y el chico dijo: «Sí». Y eso fue toda la conversación. Su madre estaba en casa. No comprendió que le estaba pidiendo hablar con la madre.

McEwan: Bartleby muestra esa falta de conciencia.


LOS MUERTOS


Conversaciones con Ian McEwan, p. 233

En el relato de James Joyce «Los muertos», Gabriel sale, con su esposa Gretta, de la fiesta que dan sus tías, un acontecimiento anual que tiene lugar en fechas navideñas. Gretta se ha detenido en el rellano a escuchar una canción y una música de piano que proceden del salón, y que Gabriel no puede oír. Luego ella baja la escalera y ambos salen a la calle con el cantante, que es bastante famoso. Es una noche fría y húmeda, y Gabriel comienza a sentir un creciente deseo por Gretta. Le gustaría saltar por encima de todos los años que han pasado cuidando de sus hijos y preocupándose por asuntos domésticos, todas las penas que han padecido, y regresar al momento en que se conocieron. Con cierta dificultad, consiguen un coche, un coche de caballos, y él espera con ansia el momento en que llegarán a su habitación de hotel. Luego ocurre una terrible sucesión de malentendidos. Él cree que ella se da cuenta de que él la desea. Ella le besa levemente, pero está pensando en otra cosa, y a él le irrita que algo se interponga entre ellos. A continuación, ella suelta su famosa confesión de que la canción que escuchó antes: «The Lass of Aughrim», le ha hecho recordar a un muchacho de diecisiete años, Michael Furey, que antaño estuvo enamorado de ella. Gabriel siente un relámpago de furia celosa hacia este rival y dice con amargura: « ¿Quizá por eso querías ir a Galway con la chica de los Ivors?». La pareja tiene cuarenta y muchos o cincuenta años. Y ella dice: «Murió ... , creo que murió por mí». Luego le cuenta la dolorosa historia de cómo este chico, que se estaba muriendo de tuberculosis, salió en medio de la lluvia, se colocó bajo su ventana y cantó esa canción. Ella tuvo que regresar a Dublín, al convento donde estudiaba, y una vez allí le llegó la noticia de que él había muerto. Es una de las representaciones más hermosas de cómo las mentes de dos personas siguen caminos completamente distintos. Él cree estar iniciando una seducción y ella está inmersa en un dolor que luego se convierte también en el de él. Él se pone a pensar en los muertos, y Joyce hace la famosa evocación de la nieve que cae sobre las llanuras centrales y sobre las agitadas olas de Shannon y sobre la tumba de Michael Furey y sobre las colinas sin árboles. Diría que esta conversación a media noche entre Gabriel y Gretta es tal vez lo mejor que Joyce escribió jamás.


El marido domesticado


Brujería, Gonzalo Torné, p.65

Julio se había abrochado la americana y era desconsolador cómo se le ajustaba a la cintura. Sudaba. Le crecían pelillos en el hueco del mentón, ningún afeitado podía rasurarle. Qué pena, qué lástima, todo sería más sencillo si Laura fuese una belleza discreta de la que disfrutar en privado. Pero su atractivo es la bandera de los Pons, sin ella ¿quién iba a fijarse en ti? No te creas único, he conocido a muchos como tú. Antes de perderla la harás sentir inferior, le faltarás al respeto, la chantajearás con vuestros hijos, le regalarás joyas y viajes para mantenerla sujeta y desilusionada en esa órbita donde el matrimonio empieza a parecerse a la prostitución. Te justificarás diciendo que estás obligado para evitar que vuestro mundo colapse. ¿Qué crees que estás salvando? Una convivencia que os sabéis de memoria, discusiones interpretadas mil veces como un hábito del cerebro, tensiones y aburrimiento, desengaños, y la costumbre de confundir la ilusión con la responsabilidad. ¿ Y qué vas a ofrecerle si decide irse aunque sea por unas semanas? ¿Tu grotesca dependencia? Pobre Julio, deberías ser más cuidadoso antes de abrir la puerta de tu casa. Te comprendo pero no te compadezco, representas a la clase de hombre en la que siempre he evitado convertirme: el marido domesticado.


INCIPIT 1.509. BARTEBLY Y COMPAÑIA / ENRIQUE VILA-MATAS


Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz. Hoy más que nunca porque empiezo -8 de julio de 1999- este diario que va a ser al mismo tiempo un cuaderno de notas a pie de página que comentarán un texto invisible y que espero que demuestren mi solvencia como rastreador de bartlebys.

Hace veinticinco años, cuando era muy joven, publiqué una novelita sobre la imposibilidad del amor. Desde entonces, a causa de un trauma que ya explicaré, no había vuelto a escribir, pues renuncié radicalmente a hacerlo, me volví un bartleby, y de ahí mi interés desde hace tiempo por ellos.

Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que, durante prolongados  lapsos, se queda de pie mirando hacia fuera por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección a un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte


INCIPIT 1.508. HUACO RETRATO / GABRIELA WIENER


Lo más extraño de estar sola aquí, en París, en la sala de un museo etnográfico, casi debajo de la Torre Eiffel, es pensar que todas esas figurillas que se parecen a mí fueron arrancadas del patrimonio cultural de mi país por un hombre del que llevo el apellido.

Mi reflejo se mezcla en la vitrina con los contornos de estos personajes de piel marrón, ojos como pequeñas heridas brillantes, narices y pómulos de bronce tan pulidos como los míos hasta formar una sola composición, hierática, naturalista. Un tatarabuelo es apenas un vestigio en la vida de alguien, pero no si este se ha llevado a Europa la friolera de cuatro mil piezas precolombinas. Y su mayor mérito es no haber encontrado  Machu Picchu, pero haber estado cerca.

El Musée du quai Branly se encuentra en el VII Distrito, en el centro del muelle del mismo nombre, y es uno de esos museos europeos que acogen grandes colecciones de arte no occidental, de América, Asia, África y Oceanía. O sea que son museos muy bonitos levantados sobre cosas muy feas. Como si alguien creyera que pintando los techos con diseños de arte aborigen australiano y poniendo un montón de palmeras en los pasillos, nos fuéramos a sentir un poco como en casa y a olvidar que todo lo que hay aquí debería estar a miles de kilómetros. Incluyéndome.


INCIPIT 1.507. A RESGUARDO / DAVID LEAVITT


-¿Estaríais dispuestos a preguntarle a Siri cómo asesinar a Trump? -preguntó Eva Lindquist.

Eran las cuatro de la tarde de un día de noviembre, el primer sábado tras las elecciones presidenciales de 2016, y Eva estaba sentada en el porche cubierto de su casa de fines de semana en Connecticut, en compañía de Bruce, su marido; sus invitados, Min Marable, Jake Lovett y la pareja formada por Aaron y Rachel Weisenstein, ambos profesionales de la edición literaria; Grady Keohane, un coreógrafo soltero que tenía una casa en las cercanías; y la prima de Grady, Sandra Bleek, que acababa de dejar a su marido y pasaba unos días con su primo mientras se adaptaba a su nuevo estado. No estaba en el porche Mate Pierce -un amigo de Eva más joven que ella (treinta y siete años)-. Estaba en la cocina, preparando una segunda tanda de scones, había tenido que tirar la primera ya que había olvidado añadirle la levadura.

Un benévolo atardecer de otoño iluminaba la escena, que era de bienestar y placidez: la estufa de leña caldeaba el porche, y los invitados estaban acomodados en el sofá y los sillones de mimbre blanco, con los cojines que Jake había tapizado


HOMBRES Y MUJERES


Conversaciones con Ian McEwan, p. 67

González: Uno de los temas recurrentes en su trabajo es el de la identidad de género y la actitud ambivalente de los hombres hacia las mujeres, una mezcolanza de temor y envidia al mismo tiempo, tal como se refleja, por ejemplo, en los muchos episodios de travestismo que aparecen en sus libros. ¿Podría explicar en detalle esta idea?

McEwan: No sé si puedo. Quiero decir que mis novelas, mi trabajo, son la explicación. Sí, los desencuentros entre hombres y mujeres siempre me han interesado. Hay posibilidades tan trágicas como cómicas en esta dificultad que experimentan los hombres y las mujeres para satisfacerse los unos a los otros en sus relaciones, para sentirse libres en ellas, para ser sinceros ...

González: Se ha referido al hecho de que los hombres temen a las mujeres. Recientemente lo mencionó ante una audiencia española, y, por parte de los hombres, se vieron muchos ceños fruncidos que negaban con la cabeza.

McEwan: Pienso que la insistencia de los hombres por mantenerse en el poder, tanto en el ámbito de las relaciones sentimentales como en el social, está basada en el miedo, en un miedo a ser fagocitados, en un miedo que tal vez hunda sus raíces en haber dependido de una mujer cuando eran niños. No me explico qué otra cosa puede producir tantas violaciones, tanta violencia, si no es que hay algo en las mujeres que los hombres identifican como una amenaza a su existencia. Los ceños fruncidos y las negaciones son inevitables. Creo que uno ha de profundizar bastante en sí mismo para poder vislumbrar este miedo; superficialmente se manifiesta como irritación o agresión.


K BARTEBLY


Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 135

48) Wakefield y Bartleby son dos personajes solitarios íntimamente relacionados, y al mismo tiempo el primero está relacionado, también íntimamente, con Walser, y el segundo con Kafka.

Wakefield -ese hombre inventado por Hawthorne, ese marido que se aleja de repente y sin motivo de casa y de su mujer y vive durante veinte años ( en una calle próxima, para todos desconocido, pues le creen muerto) una existencia solitaria y despojada de cualquier significado- es un claro antecedente de muchos de los personajes de Walser, todos esos espléndidos ceros a la izquierda que quieren desaparecer, sólo desaparecer, esconderse en la anónima irrealidad.

En cuanto a Bartleby, es un claro antecedente de los personajes de Kafka -«Bartleby (ha escrito Borges) define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento »-, y es también precedente incluso del propio Kafka, ese escritor solitario que veía que la oficina en la que trabajaba significaba la vida, es decir, su muerte; ese solitario «en medio de un despacho desierto», ese hombre que paseó por toda Praga su existencia de murciélago de abrigo y de bombín negro.

Hablar -parecen indicarnos tanto Wakefield como Bartleby- es pactar con el sinsentido del existir. En los dos habita una profunda negación del mundo. Son como ese Odradek kafkiano que no tiene domicilio fijo y vive en la escalera de un padre de familia o en cualquier otro agujero.

No todo el mundo sabe, o quiere aceptar, que Herman Melville, el creador de Bartleby, tenía la negra con más frecuencia de lo deseable. Veamos lo que de él dice Julian Hawthorne, el hijo del creador de Wakefield: «Melville poseía un genio clarísimo y era el ser más extraño que jamás llegó a nuestro círculo. A pesar de todas sus aventuras, tan salvajes y temerarias, de las que sólo una ínfima parte ha quedado reflejada en sus fascinantes libros, había sido incapaz de librarse de una conciencia puritana [ ... ] . Estaba siempre inquieto y raro, rarísimo, y tendía a pasar horas negras, hay motivos para pensar que había en él vestigios de locura».


HENRY ROTH


Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 25

53) Henry Roth nació en 1906 en una aldea de Galitzia (entonces perteneciente al imperio austrohúngaro) y murió en los Estados Unidos en 1995. Sus padres emigraron a América y pasó su infancia de niño judío en Nueva York, experiencia que relató en una espléndida novela, Llámalo sueño, publicada a los veintiocho años.

La novela pasó desapercibida y Roth decidió dedicarse a otras cosas, trabajó en oficios tan dispares como ayudante de fontanero, enfermero de manicomio o criador de patos.

Treinta años después, Llámalo sueño se reeditó y, en pocas semanas, se convirtió en una pieza clásica de la literatura norteamericana. Roth se quedó pasmado, y su reacción ante el éxito consistió en tomar la decisión de publicar algún día algo más, siempre y cuando él sobrepasara de largo la edad de ochenta años. Superó de largo esa edad, y entonces, treinta años después del éxito de la reedición de Llámalo sueño, dio a la imprenta A merced de una corriente salvaje, que los editores, dada la imponente extensión de la novela, dividieron en cuatro entregas. «He escrito mi novela -dijo al final de sus días sólo para rescatar recuerdos raídos que brillaban suavemente en mi memoria.»

Se trata de una novela escrita «para hacer que sea más fácil morir» y donde se burla, de una forma genial, del reconocimiento artístico. Sus mejores páginas tal vez sean aquellas en las que nos cuenta sus experiencias en las afueras de la literatura -esas páginas ocupan prácticamente la novela entera, como es lógico-, todos esos años, casi ochenta, en los que no se sabe si escribió, pero en todo caso no publicó, todos esos años en los que se olvidó de los afluentes del río de la literatura y se dejó llevar por la corriente salvaje de la vida.


PYNCHON

Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 174


79) Mucho más oculto que Gracq o que Salinger, el neoyorquino Thomas Pynchon, escritor del que sólo se sabe que nació en Long Island en 1937, se graduó en Literatura Inglesa en la Universidad de Cornell en 1958 y trabajó como redactor para la Boeing. A partir de ahí, nada de nada. Y ni una foto o, mejor dicho, una de sus años de escuela en la que se ve a un adolescente francamente feo y que no tiene, además, por qué necesariamente ser Pynchon, sino una más que probable cortina de humo.

Cuenta José Antonio Gurpegui una anécdota que hace años le contó su añorado amigo Peter Messent, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Messent hizo su tesis sobre Pynchon y, como es normal, se obsesionó por conocer al escritor que tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve entrevista en Nueva York con el deslumbrante autor de Subasta del lote 49. Los años pasaron y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor Messent -autor de un gran libro sobre Herningway- fue invitado, en Los Angeles, a una reunión de íntimos con Pynchon. Para su sorpresa, el Pynchon de Los Angeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado años antes en Nueva York, pero al igual que aquél conocía perfectamente incluso los detalles más insignificantes de su obra. Al terminar la reunión, Messent se atrevió a exponer la duplicidad de personajes, a lo que Pynchon, o quien fuere, contestó sin la menor turbación:

-Entonces usted tendrá que decidir cuál es el verdadero.

INCIPIT 1.506. EN OTOÑO / KARL OVE KNAUSGARD


28 DE AGOSTO. Ahora, cuando estoy escribiendo esto, tú no sabes nada, nada de lo que te espera, nada del mundo en el que vas a nacer. Y yo no sé nada de ti. He visto una ecografia y he puesto la mano en la barriga en la que reposas, eso es todo. Faltan seis meses para que nazcas y cualquier cosa puede suceder en ese tiempo, pero creo que la vida es fuerte e inquebrantable, que te irá bien y que nacerás sana y fuerte. Ver la luz, se dice. Cuando nació tu hermana mayor, Vanja, era de noche, y la oscuridad estaba llena de remolinos de nieve. Justo antes de que naciera, una de las comadronas tiró de mí, cógelo tú, dijo, y así lo hice, un bebé se deslizó entre mis manos, liso como una foca. Me sentía tan feliz que me eché a llorar. Cuando año y medio después nació Heidi, era otoño. Estaba tan nublado, hacía tanto frío y había tanta humedad como puede haber en octubre. Heidi llegó por la mañana, el parto fue rápido, y cuando ya había salido la cabeza, pero no el resto del cuerpo, hizo un pequeño sonido con los labios, fue un momento lleno de alegría. John, como se llama tu hermano mayor, llegó en una cascada de agua y sangre, la habitación no tenía ventanas, era como estar en el interior de un búnker.


INCIPIT 1.505. DUELO SIN BRUJULA / CARME LOPEZ MERCADER


Comienzo

Primero llega la muerte y después el duelo, la desolación infinita.

Casi siempre acompañada de dolor, así como de la pena y la tristeza más absolutas, de desconcierto, incredulidad, consejos y opiniones. También de intentos de consuelo, sin excepción destinados al fracaso.

Nada nos prepara para la pérdida, menos aún para una devastadora, por más que la razón nos diga que es una posibilidad. Y la realidad es que, si llega, no sabemos cómo enfrentarla.

No hablo ya de esa avalancha de decisiones sobre féretros o urnas, flores, sepulcros, sepelios, trámites que se nos echa encima en cuanto se produce el fallecimiento, en medio de nuestra alienación y muchas veces de nuestro agotamiento, físico y emocional, tras el tiempo de agonía de quien se nos ha muerto. Hablo de cómo volver a transitar por la vida después de la conmoción y los días de gracia.


GASOLINA


En otoño, Karl Ove Knausgard, p. 45

En los días lluviosos de otoño, cuando el cielo era de color gris oscuro, los abetos del bosque junto a la carretera de color verde oscuro, el asfalto de la calle casi negro y todos los demás colores estaban palidecidos por la luz suspendida y la humedad, se podía ver la gasolina en la  carretera brillando con los colores más fantásticos e inusuales. La gasolina era tan distinta a todo lo que conocíamos que podía haber venido de otro mundo. Podía uno imaginarse un mundo maravilloso, lleno de cuentos y aventuras, abigarrado y generoso. Generoso porque el juego de colores de la gasolina, que era como si apareciera y desapareciera arbitrariamente, estaba relacionado con los lugares más feos y vacíos. Ese juego de colores no se veía nunca en prados o campos ni en rocas o playas,-sino que surgía en aparcamientos, caminos de grava y asfalto, puertos de barcos de recreo, solares · en construcción. La gasolina podía de repente flotar en el opaco espejo entre verde y gris del agua de los charcos, desconectada del agua como del resto del entorno, y si la pinchabas con un palito podían surgir nuevos colores, púrpura, lila, azul cobalto, en dibujos llenos de curvas y lagunas, bellas como caracolas o galaxias.


MANZANAS


En otoño, Karl Ove Knausgard, p. 23

Por alguna razón, la fruta en los países nórdicos es muy accesible, con una piel fina y ligera, en la que es fácil hincar los dientes. Esto rige tanto para peras y manzanas como para ciruelas, que basta con morder y tragar, mientras que la fruta que crece más al sur está a menudo recubierta de pieles gruesas e incomestibles, como las naranjas, las mandarinas, los plátanos, las granadas, los mangos y la fruta de la pasión. Por regla general, acorde con mis demás preferencias en la vida, prefiero lo último, tanto porque prevalece en mí la idea de que el placer es algo que uno ha de ganarse mediante un trabajo previó como porque siempre me he sentido atraído por lo oculto y lo secreto. Morder un trozo de cáscara de naranja, notar el sabor amargo en la boca durante un breve segundo, luego meter el dedo gordo entre la piel y la pulpa, y a continuación sacar gajo tras gajo, algunas veces, si la cáscara es fina, en trozos muy pequeños, y otras, cuando la cáscara es gruesa y la pulpa se suelta fácilmente, en un solo trozo largo, tiene en sí algo de ritual. Cuando los dientes atraviesan la capa fina y reluciente, y el zumo de la fruta entra en la boca, llenándola de dulzor, es casi como si estuvieras primero en el pórtico del templo y luego caminaras lentamente hacia el interior. Tanto el trabajo como lo secreto, es decir, la inaccesibilidad, alimentan el valor del placer. La manzana es una excepción. Basta con alargar la mano, cogerla e hincarle los dientes.


INCIPIT 1.504. NELA 1979 / JUAN TREJO


Salimos del parque zoológico de Barcelona poco después de la una de la tarde. Era el 25 de noviembre de 1979. Yo tenía nueve años.

Fue una visita más bien rutinaria, aburrida como todas las que me veía obligado a hacer con mis padres, sin incentivo ni sorpresa alguna. De hecho, nadie sabe a ciencia cierta por qué precisamente ese día, de entre todos los domingos del año, fuimos a ver a Copito de Nieve. A mí no me gustaba el zoológico, me parecía un lugar triste, deprimente. Prefería recrearme en las ilustraciones y leer los breves textos de un libro que tenía en casa que hablaba de cómo y cuándo se creó el parque y también de la llegada de su más distinguido huésped, el gorila albino. Los dibujos de ese libro eran amables, desprendían un agradable aire nostálgico, como de ensueño, que no se correspondía en absoluto con el abandono y la grisura que imperaban en esa época en el zoológico de la ciudad.


INCIPÌT 1.503. LOS INTIMOS / MARTA SANZ


EL PADRE KARRAS

Llevo muchas noches, incluso una larga temporada, reparando en que cada vez que pienso en algo estoy pensando en lo mismo. El pensamiento se fuerza, pero también sucede. El pensamiento se produce, y decir que «fluye» me parece un alarde de pretenciosa facilidad -qué mierda va a fluir el pensamiento, ojalá-. El pensamiento se va quedando pegado a la carótida y al nervio óptico como el colesterol a las arterias. Hace bola y trombo.

El pensamiento me atraviesa la cabeza con tácticas terroristas y, entonces, lo sorprendo, lo atrapo, lo pillo en falta. Mi pensamiento está construyendo hipótesis y recordando acontecimientos indignos de mí. Pero es más fuerte que yo. Carezco de la energía suficiente para detenerlo. No logro ser la policía de este pensamiento mío que no fluye, pero me graniza por dentro. No logro congelarlo en una imagen y romperlo con el picahielos de Sharon Stone. No es una proyección cinematográfica. No es un torrente. Ni un liquidillo que puede absorberse con algodón hidrófilo. Ese pensamiento obsesivo -digámoslo de una vez- actúa como el espesante o la sustancia pegajosa que algunos insectos segregan para comerse a otros insectos. Petróleo en el que me quedo atrapada. Arena movediza.

Este libro es una cuerda para salir de ese engrudo.


DE LA ESCRITURA


Los íntimos, Marta Sanz, p. 160

Tenemos miedo, sobre todo, de esa acción indescifrable a la que se alude como «escribir bien», porque esta es una disciplina en la que es mejor no desempeñarse con virtuosismo. Así lo cuenta en «Todo es verde», que pertenece al libro La niña del pelo raro, Foster Wallace, un escritor que acabó ahorcándose. Igual que Gerard de Nerval.

En los días malos pienso que nos deberíamos ahorcar todas. Ellos también, por supuesto.

En «Todo es verde» el profesor Ambrose comenta el texto de una alumna: «El profesor Ambrose lo resumió muy bien, aunque con bastante tacto, cuando dijo en clase que por lo general los relatos de la señorita Eberhardt no le convencían porque siempre parecía que estuvieran gritando: "¡Mira, mamá, sin manos!"». La escritura literaria no es como el patinaje artístico. Con la escritura literaria hay que fustigarse y apretarse bien el corsé, clavarse las ballenas en la chicha. Hay que valorar el tiempo, el dinero y el esfuerzo de una clientela que no tiene ni un minuto que perder con las masturbaciones sin manos de las escritoras que atesoran un léxico de más de mil quinientas palabras.

Esto que escribo es una exageración y me alegro. Porque es una exageración no tan exagerada

BORGES


El factor Borges, Alan Pauls, p. 12

Borges, "reaccionario” célebre, disimuló durante décadas dos pasados pecaminosos. En uno (que mal que mal consigue filtrarse en sus primeros textos canónicos) fue un nacional-populista ferviente, un revoleador de ponchos, un partidario de Juan Manuel de Rosas y del primer radicalismo de Irigoyen. El otro -un Borges rojo, allegado al Kremlin- fue durante mucho tiempo casi inconcebible. «En España [circa 1920] escribí dos libros», cuenta en  su Autobiografía. «Uno se llamaba (ahora me pregunto por qué) Los naipes del tahúr. Eran ensayos literarios y políticos (todavía era anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Querían ser amargos e implacables pero, en realidad, eran bien mansos. Recurría palabras como "estúpidos", "meretrices", "embusteros". No habiendo conseguido quien lo editara destruí el manuscrito cuando volví a Buenos Aires. El otro libro se titulaba Los salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas ---quizás veinte- en verso libre en alabanza de la Revolución Rusa, de la fraternidad y del pacifismo. Tres o cuatro de ellos aparecieron en revistas (Épica Bolchevique, Trincheras, Rusia). Este libro lo destruí en España en vísperas de mi partida.”


INCIPIT 1.592. RAVAL : DEL AMOR A LOS NIÑOS / ARCADI ESPADA


Cada noche dormía con una historia del Raval en la cabeza. Tenía tantas que podía hacerme pasar fácilmente por pobre, por pederasta o por niño, meterme en su piel y saber de ellos más que ellos mismos. Para combatir esta tentación y evitar la escritura consiguiente, tan cargada de heroísmo, procuraba pasar las mañanas de aquel verano en la mejor piscina de la ciudad. Un mozo muy fuerte y muy simpático traía la hamaca y desplegaba a mi llegada una gran sombrilla blanca. Éramos media docena sobre la hierba y uno vendía futbolistas en italiano desde su móvil. La felicidad era tan profunda que mareaba. Al mediodía, con el calor en bruto, bajaba desde el norte despejado hasta el Raval, a seguir con el trabajo. En la Riera Alta ya empezaba a respirar gozoso el olor del verano en las alcantarillas. Sentir ese olor era la garantía necesaria para seguir avanzando. Significaba que no me había acostumbrado a él y que nunca podría hacerme pasar por ellos. Ese olor todavía es la condición necesaria para seguir escribiendo.


El primer titular apareció en los periódicos el dieciocho de junio de 1997.

UNA PAREJA ALQUILABA A SU HIJO DE 10 AÑOS

A UN PEDERASTA POR 30.000 PESETAS EL FIN DE SEMANA


INCIPIT 1.501. RECUERDOS DE UNA MUJER DE LA GENERACION DEL 98 / CARMEN BAROJA


Yo no creo, como cierto arqueólogo conocido mío, que los antiguos escribieron para dejarle a él una colección de «fuentes» con que progresar en su trabajo; pero sí creo que hay que cultivar la conciencia del recuerdo. Acaso esto sea producto de una manía familiar de la que participamos mis dos tíos y yo ... junto con mi madre. Porque mi madre ha dejado, también, unas notas de recuerdos escritas en sus últimos años, que yo he leído varias veces .

Julio Caro Baroja, Los Baroja

Como algunas novelas, la historia de este libro parte del descubrimiento de un manuscrito inédito: el original de las memorias de Carmen Baroja y Nessi (1883-1950). Hace unos años, en el verano de 1993, leyendo Los Baraja (Memorias familiares), 1 las recién mencionadas palabras de Julio Caro Baroja me descubrieron la existencia de una Baroja, escritora de memorias. Enseguida quise leerlas.

Anduve buscándolas biblioteca tras biblioteca, pero no aparecían por ninguna parte. Un compañero de trabajo -a quien agradezco mucho el dato- me informó de que uno de los biógrafos de Pío Baroja, Miguel Pérez Ferrero,' había dedicado varias páginas a la hermana del novelista, citando entre otras obras sus Memorias de una mujer del noventa y ocho. Al saber el título, pensé que iba a ser más fácil encontrarlas. Los ordenadores permiten acceder a cualquier biblioteca nacional o internacional como si se estuviese en la auténtica Biblioteca de Babel, de modo que, con sólo introducir un par de datos básicos, raro es el libro que escapa a la máquina.


LEONOR ACEVEDO DE BORGES


El factor Borges, Alan Pauls, p.29

Longeva (murió en 1975, a los 99 años), incondicional («ella fue una verdadera secretaria para mí, ocupándose de mi correspondencia, leyéndome, recogiendo mi dictado y viajando conmigo muchas veces”), secretamente influyente («fue ella, aunque demoré mucho en descubrirlo, quien silenciosa y eficazmente promovió mi carrera literaria”), despótica y posesiva (Estela Canto, uno de los romances fallidos de Borges, la responsabilizaba de la desgraciada biografía amorosa del escritor), Leonor Acevedo es sin duda la madre de escritor más célebre de una literatura que no brilla demasiado en figuras maternas. Fue una verdadera self made woman, y su «carrera” fue sigilosa pero sostenida. Aprendió inglés a través de su marido; accedió a la literatura a través de su hijo. Llegó afirmar, con el tiempo, algunas traducciones (La comedia humana de Saroyan, por ejemplo), y Borges hasta le atribuyó a ella las que lo habían hecho famoso a él (Melville, el Odando de Virginia Woolf, Las palmeras salvajes de Faulkner). Los dos hitos de esta biografía singular, que matiza la tenacidad con una razonable cuota de martirologio, son la muerte de su marido, en 1938, y el avance paulatino de la ceguera de su hijo, que va aislándolo del mundo y profundizando la dependencia materna. «Antes yo era ignorante”, le confesó Leonor a Jean de Milleret: «pero para no dejarme dominar por el dolor me puse a leer y a estudiar sola.” Y Borges cuenta, a fines de los años sesenta, que cuando murió su padre, «ella no sabía ni siquiera hacer un cheque; ignoraba lo que se puede hacer cuando se entra a un banco; no sabía depositar el dinero y ahora se ha vuelto perita en esas cuestiones. Y todo eso lo aprendió después de la muerte de mi padre, así como aprendió el inglés, ya que antes hablaba un inglés elemental, un inglés oral para conversar con mi abuela. Ahora puede incluso leer y captar el ritmo de los versos ingleses”. Leonor y Borges arman juntos una suerte de sociedad edípica de una eficacia impecable, donde el intercambio de asistencias y servicios alcanza una rara ecuanimidad: Leonor es los ojos de Borges; hace por Borges todo lo que Borges no puede hacer (leer, escribir, ocuparse de la vida práctica), se entrega a él por completo, y a través de ese sacrificio deja atrás su origen ignorante, crece, se ilustra


Las manos manchadas de sangre


Filek, Martínez de Pisón, p. 143

Franco había anunciado que quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre no tenían que temer represalias. Pero sus promesas de clemencia resultaron falsas. Con el fin del conflicto se desató una inmisericorde persecución del adversario político. Cerca de medio millón de republicanos vivían en condiciones deplorables en prisiones y campos de concentración. Un sistema judicial carente de las mínimas garantías condenaba a los soldados del Ejército Popular a las penas más elevadas por auxilio o adhesión a la rebelión. Quienes habían militado en organizaciones políticas o sindicales de izquierda no corrían mejor suerte. Cuando un republicano era condenado a muerte, sus familiares se apresuraban a implorar avales entre gente del bando vencedor. Si el aval procedía de una figura influyente, la pena capital solía ser conmutada por la de treinta años de reclusión. En la primerísima posguerra, más de cincuenta mil republicanos fueron fusilados, lo que da una idea del ensañamiento practicado sobre los vencidos. Además, con arreglo a una aberración jurídica que llevaba el nombre de Ley de Responsabilidades Políticas, las familias de éstos podían ser despojadas de  su patrimonio, convertido en botín de guerra para los vencedores. Hasta los moderados y los tibios corrían serios peligros en la nueva España. Sólo estaban libres de toda sospecha los que con su sacrificio o su valor habían acreditado sobradamente su adhesión a la causa: excautivos, excombatientes, quintacolumnistas, viudas y huérfanos de caídos.


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