Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LOS MUERTOS


Conversaciones con Ian McEwan, p. 233

En el relato de James Joyce «Los muertos», Gabriel sale, con su esposa Gretta, de la fiesta que dan sus tías, un acontecimiento anual que tiene lugar en fechas navideñas. Gretta se ha detenido en el rellano a escuchar una canción y una música de piano que proceden del salón, y que Gabriel no puede oír. Luego ella baja la escalera y ambos salen a la calle con el cantante, que es bastante famoso. Es una noche fría y húmeda, y Gabriel comienza a sentir un creciente deseo por Gretta. Le gustaría saltar por encima de todos los años que han pasado cuidando de sus hijos y preocupándose por asuntos domésticos, todas las penas que han padecido, y regresar al momento en que se conocieron. Con cierta dificultad, consiguen un coche, un coche de caballos, y él espera con ansia el momento en que llegarán a su habitación de hotel. Luego ocurre una terrible sucesión de malentendidos. Él cree que ella se da cuenta de que él la desea. Ella le besa levemente, pero está pensando en otra cosa, y a él le irrita que algo se interponga entre ellos. A continuación, ella suelta su famosa confesión de que la canción que escuchó antes: «The Lass of Aughrim», le ha hecho recordar a un muchacho de diecisiete años, Michael Furey, que antaño estuvo enamorado de ella. Gabriel siente un relámpago de furia celosa hacia este rival y dice con amargura: « ¿Quizá por eso querías ir a Galway con la chica de los Ivors?». La pareja tiene cuarenta y muchos o cincuenta años. Y ella dice: «Murió ... , creo que murió por mí». Luego le cuenta la dolorosa historia de cómo este chico, que se estaba muriendo de tuberculosis, salió en medio de la lluvia, se colocó bajo su ventana y cantó esa canción. Ella tuvo que regresar a Dublín, al convento donde estudiaba, y una vez allí le llegó la noticia de que él había muerto. Es una de las representaciones más hermosas de cómo las mentes de dos personas siguen caminos completamente distintos. Él cree estar iniciando una seducción y ella está inmersa en un dolor que luego se convierte también en el de él. Él se pone a pensar en los muertos, y Joyce hace la famosa evocación de la nieve que cae sobre las llanuras centrales y sobre las agitadas olas de Shannon y sobre la tumba de Michael Furey y sobre las colinas sin árboles. Diría que esta conversación a media noche entre Gabriel y Gretta es tal vez lo mejor que Joyce escribió jamás.


El marido domesticado


Brujería, Gonzalo Torné, p.65

Julio se había abrochado la americana y era desconsolador cómo se le ajustaba a la cintura. Sudaba. Le crecían pelillos en el hueco del mentón, ningún afeitado podía rasurarle. Qué pena, qué lástima, todo sería más sencillo si Laura fuese una belleza discreta de la que disfrutar en privado. Pero su atractivo es la bandera de los Pons, sin ella ¿quién iba a fijarse en ti? No te creas único, he conocido a muchos como tú. Antes de perderla la harás sentir inferior, le faltarás al respeto, la chantajearás con vuestros hijos, le regalarás joyas y viajes para mantenerla sujeta y desilusionada en esa órbita donde el matrimonio empieza a parecerse a la prostitución. Te justificarás diciendo que estás obligado para evitar que vuestro mundo colapse. ¿Qué crees que estás salvando? Una convivencia que os sabéis de memoria, discusiones interpretadas mil veces como un hábito del cerebro, tensiones y aburrimiento, desengaños, y la costumbre de confundir la ilusión con la responsabilidad. ¿ Y qué vas a ofrecerle si decide irse aunque sea por unas semanas? ¿Tu grotesca dependencia? Pobre Julio, deberías ser más cuidadoso antes de abrir la puerta de tu casa. Te comprendo pero no te compadezco, representas a la clase de hombre en la que siempre he evitado convertirme: el marido domesticado.


INCIPIT 1.509. BARTEBLY Y COMPAÑIA / ENRIQUE VILA-MATAS


Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz. Hoy más que nunca porque empiezo -8 de julio de 1999- este diario que va a ser al mismo tiempo un cuaderno de notas a pie de página que comentarán un texto invisible y que espero que demuestren mi solvencia como rastreador de bartlebys.

Hace veinticinco años, cuando era muy joven, publiqué una novelita sobre la imposibilidad del amor. Desde entonces, a causa de un trauma que ya explicaré, no había vuelto a escribir, pues renuncié radicalmente a hacerlo, me volví un bartleby, y de ahí mi interés desde hace tiempo por ellos.

Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que, durante prolongados  lapsos, se queda de pie mirando hacia fuera por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección a un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte


INCIPIT 1.508. HUACO RETRATO / GABRIELA WIENER


Lo más extraño de estar sola aquí, en París, en la sala de un museo etnográfico, casi debajo de la Torre Eiffel, es pensar que todas esas figurillas que se parecen a mí fueron arrancadas del patrimonio cultural de mi país por un hombre del que llevo el apellido.

Mi reflejo se mezcla en la vitrina con los contornos de estos personajes de piel marrón, ojos como pequeñas heridas brillantes, narices y pómulos de bronce tan pulidos como los míos hasta formar una sola composición, hierática, naturalista. Un tatarabuelo es apenas un vestigio en la vida de alguien, pero no si este se ha llevado a Europa la friolera de cuatro mil piezas precolombinas. Y su mayor mérito es no haber encontrado  Machu Picchu, pero haber estado cerca.

El Musée du quai Branly se encuentra en el VII Distrito, en el centro del muelle del mismo nombre, y es uno de esos museos europeos que acogen grandes colecciones de arte no occidental, de América, Asia, África y Oceanía. O sea que son museos muy bonitos levantados sobre cosas muy feas. Como si alguien creyera que pintando los techos con diseños de arte aborigen australiano y poniendo un montón de palmeras en los pasillos, nos fuéramos a sentir un poco como en casa y a olvidar que todo lo que hay aquí debería estar a miles de kilómetros. Incluyéndome.


INCIPIT 1.507. A RESGUARDO / DAVID LEAVITT


-¿Estaríais dispuestos a preguntarle a Siri cómo asesinar a Trump? -preguntó Eva Lindquist.

Eran las cuatro de la tarde de un día de noviembre, el primer sábado tras las elecciones presidenciales de 2016, y Eva estaba sentada en el porche cubierto de su casa de fines de semana en Connecticut, en compañía de Bruce, su marido; sus invitados, Min Marable, Jake Lovett y la pareja formada por Aaron y Rachel Weisenstein, ambos profesionales de la edición literaria; Grady Keohane, un coreógrafo soltero que tenía una casa en las cercanías; y la prima de Grady, Sandra Bleek, que acababa de dejar a su marido y pasaba unos días con su primo mientras se adaptaba a su nuevo estado. No estaba en el porche Mate Pierce -un amigo de Eva más joven que ella (treinta y siete años)-. Estaba en la cocina, preparando una segunda tanda de scones, había tenido que tirar la primera ya que había olvidado añadirle la levadura.

Un benévolo atardecer de otoño iluminaba la escena, que era de bienestar y placidez: la estufa de leña caldeaba el porche, y los invitados estaban acomodados en el sofá y los sillones de mimbre blanco, con los cojines que Jake había tapizado


HOMBRES Y MUJERES


Conversaciones con Ian McEwan, p. 67

González: Uno de los temas recurrentes en su trabajo es el de la identidad de género y la actitud ambivalente de los hombres hacia las mujeres, una mezcolanza de temor y envidia al mismo tiempo, tal como se refleja, por ejemplo, en los muchos episodios de travestismo que aparecen en sus libros. ¿Podría explicar en detalle esta idea?

McEwan: No sé si puedo. Quiero decir que mis novelas, mi trabajo, son la explicación. Sí, los desencuentros entre hombres y mujeres siempre me han interesado. Hay posibilidades tan trágicas como cómicas en esta dificultad que experimentan los hombres y las mujeres para satisfacerse los unos a los otros en sus relaciones, para sentirse libres en ellas, para ser sinceros ...

González: Se ha referido al hecho de que los hombres temen a las mujeres. Recientemente lo mencionó ante una audiencia española, y, por parte de los hombres, se vieron muchos ceños fruncidos que negaban con la cabeza.

McEwan: Pienso que la insistencia de los hombres por mantenerse en el poder, tanto en el ámbito de las relaciones sentimentales como en el social, está basada en el miedo, en un miedo a ser fagocitados, en un miedo que tal vez hunda sus raíces en haber dependido de una mujer cuando eran niños. No me explico qué otra cosa puede producir tantas violaciones, tanta violencia, si no es que hay algo en las mujeres que los hombres identifican como una amenaza a su existencia. Los ceños fruncidos y las negaciones son inevitables. Creo que uno ha de profundizar bastante en sí mismo para poder vislumbrar este miedo; superficialmente se manifiesta como irritación o agresión.


K BARTEBLY


Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 135

48) Wakefield y Bartleby son dos personajes solitarios íntimamente relacionados, y al mismo tiempo el primero está relacionado, también íntimamente, con Walser, y el segundo con Kafka.

Wakefield -ese hombre inventado por Hawthorne, ese marido que se aleja de repente y sin motivo de casa y de su mujer y vive durante veinte años ( en una calle próxima, para todos desconocido, pues le creen muerto) una existencia solitaria y despojada de cualquier significado- es un claro antecedente de muchos de los personajes de Walser, todos esos espléndidos ceros a la izquierda que quieren desaparecer, sólo desaparecer, esconderse en la anónima irrealidad.

En cuanto a Bartleby, es un claro antecedente de los personajes de Kafka -«Bartleby (ha escrito Borges) define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento »-, y es también precedente incluso del propio Kafka, ese escritor solitario que veía que la oficina en la que trabajaba significaba la vida, es decir, su muerte; ese solitario «en medio de un despacho desierto», ese hombre que paseó por toda Praga su existencia de murciélago de abrigo y de bombín negro.

Hablar -parecen indicarnos tanto Wakefield como Bartleby- es pactar con el sinsentido del existir. En los dos habita una profunda negación del mundo. Son como ese Odradek kafkiano que no tiene domicilio fijo y vive en la escalera de un padre de familia o en cualquier otro agujero.

No todo el mundo sabe, o quiere aceptar, que Herman Melville, el creador de Bartleby, tenía la negra con más frecuencia de lo deseable. Veamos lo que de él dice Julian Hawthorne, el hijo del creador de Wakefield: «Melville poseía un genio clarísimo y era el ser más extraño que jamás llegó a nuestro círculo. A pesar de todas sus aventuras, tan salvajes y temerarias, de las que sólo una ínfima parte ha quedado reflejada en sus fascinantes libros, había sido incapaz de librarse de una conciencia puritana [ ... ] . Estaba siempre inquieto y raro, rarísimo, y tendía a pasar horas negras, hay motivos para pensar que había en él vestigios de locura».


HENRY ROTH


Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 25

53) Henry Roth nació en 1906 en una aldea de Galitzia (entonces perteneciente al imperio austrohúngaro) y murió en los Estados Unidos en 1995. Sus padres emigraron a América y pasó su infancia de niño judío en Nueva York, experiencia que relató en una espléndida novela, Llámalo sueño, publicada a los veintiocho años.

La novela pasó desapercibida y Roth decidió dedicarse a otras cosas, trabajó en oficios tan dispares como ayudante de fontanero, enfermero de manicomio o criador de patos.

Treinta años después, Llámalo sueño se reeditó y, en pocas semanas, se convirtió en una pieza clásica de la literatura norteamericana. Roth se quedó pasmado, y su reacción ante el éxito consistió en tomar la decisión de publicar algún día algo más, siempre y cuando él sobrepasara de largo la edad de ochenta años. Superó de largo esa edad, y entonces, treinta años después del éxito de la reedición de Llámalo sueño, dio a la imprenta A merced de una corriente salvaje, que los editores, dada la imponente extensión de la novela, dividieron en cuatro entregas. «He escrito mi novela -dijo al final de sus días sólo para rescatar recuerdos raídos que brillaban suavemente en mi memoria.»

Se trata de una novela escrita «para hacer que sea más fácil morir» y donde se burla, de una forma genial, del reconocimiento artístico. Sus mejores páginas tal vez sean aquellas en las que nos cuenta sus experiencias en las afueras de la literatura -esas páginas ocupan prácticamente la novela entera, como es lógico-, todos esos años, casi ochenta, en los que no se sabe si escribió, pero en todo caso no publicó, todos esos años en los que se olvidó de los afluentes del río de la literatura y se dejó llevar por la corriente salvaje de la vida.


PYNCHON

Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 174


79) Mucho más oculto que Gracq o que Salinger, el neoyorquino Thomas Pynchon, escritor del que sólo se sabe que nació en Long Island en 1937, se graduó en Literatura Inglesa en la Universidad de Cornell en 1958 y trabajó como redactor para la Boeing. A partir de ahí, nada de nada. Y ni una foto o, mejor dicho, una de sus años de escuela en la que se ve a un adolescente francamente feo y que no tiene, además, por qué necesariamente ser Pynchon, sino una más que probable cortina de humo.

Cuenta José Antonio Gurpegui una anécdota que hace años le contó su añorado amigo Peter Messent, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Messent hizo su tesis sobre Pynchon y, como es normal, se obsesionó por conocer al escritor que tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve entrevista en Nueva York con el deslumbrante autor de Subasta del lote 49. Los años pasaron y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor Messent -autor de un gran libro sobre Herningway- fue invitado, en Los Angeles, a una reunión de íntimos con Pynchon. Para su sorpresa, el Pynchon de Los Angeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado años antes en Nueva York, pero al igual que aquél conocía perfectamente incluso los detalles más insignificantes de su obra. Al terminar la reunión, Messent se atrevió a exponer la duplicidad de personajes, a lo que Pynchon, o quien fuere, contestó sin la menor turbación:

-Entonces usted tendrá que decidir cuál es el verdadero.

INCIPIT 1.506. EN OTOÑO / KARL OVE KNAUSGARD


28 DE AGOSTO. Ahora, cuando estoy escribiendo esto, tú no sabes nada, nada de lo que te espera, nada del mundo en el que vas a nacer. Y yo no sé nada de ti. He visto una ecografia y he puesto la mano en la barriga en la que reposas, eso es todo. Faltan seis meses para que nazcas y cualquier cosa puede suceder en ese tiempo, pero creo que la vida es fuerte e inquebrantable, que te irá bien y que nacerás sana y fuerte. Ver la luz, se dice. Cuando nació tu hermana mayor, Vanja, era de noche, y la oscuridad estaba llena de remolinos de nieve. Justo antes de que naciera, una de las comadronas tiró de mí, cógelo tú, dijo, y así lo hice, un bebé se deslizó entre mis manos, liso como una foca. Me sentía tan feliz que me eché a llorar. Cuando año y medio después nació Heidi, era otoño. Estaba tan nublado, hacía tanto frío y había tanta humedad como puede haber en octubre. Heidi llegó por la mañana, el parto fue rápido, y cuando ya había salido la cabeza, pero no el resto del cuerpo, hizo un pequeño sonido con los labios, fue un momento lleno de alegría. John, como se llama tu hermano mayor, llegó en una cascada de agua y sangre, la habitación no tenía ventanas, era como estar en el interior de un búnker.


INCIPIT 1.505. DUELO SIN BRUJULA / CARME LOPEZ MERCADER


Comienzo

Primero llega la muerte y después el duelo, la desolación infinita.

Casi siempre acompañada de dolor, así como de la pena y la tristeza más absolutas, de desconcierto, incredulidad, consejos y opiniones. También de intentos de consuelo, sin excepción destinados al fracaso.

Nada nos prepara para la pérdida, menos aún para una devastadora, por más que la razón nos diga que es una posibilidad. Y la realidad es que, si llega, no sabemos cómo enfrentarla.

No hablo ya de esa avalancha de decisiones sobre féretros o urnas, flores, sepulcros, sepelios, trámites que se nos echa encima en cuanto se produce el fallecimiento, en medio de nuestra alienación y muchas veces de nuestro agotamiento, físico y emocional, tras el tiempo de agonía de quien se nos ha muerto. Hablo de cómo volver a transitar por la vida después de la conmoción y los días de gracia.


GASOLINA


En otoño, Karl Ove Knausgard, p. 45

En los días lluviosos de otoño, cuando el cielo era de color gris oscuro, los abetos del bosque junto a la carretera de color verde oscuro, el asfalto de la calle casi negro y todos los demás colores estaban palidecidos por la luz suspendida y la humedad, se podía ver la gasolina en la  carretera brillando con los colores más fantásticos e inusuales. La gasolina era tan distinta a todo lo que conocíamos que podía haber venido de otro mundo. Podía uno imaginarse un mundo maravilloso, lleno de cuentos y aventuras, abigarrado y generoso. Generoso porque el juego de colores de la gasolina, que era como si apareciera y desapareciera arbitrariamente, estaba relacionado con los lugares más feos y vacíos. Ese juego de colores no se veía nunca en prados o campos ni en rocas o playas,-sino que surgía en aparcamientos, caminos de grava y asfalto, puertos de barcos de recreo, solares · en construcción. La gasolina podía de repente flotar en el opaco espejo entre verde y gris del agua de los charcos, desconectada del agua como del resto del entorno, y si la pinchabas con un palito podían surgir nuevos colores, púrpura, lila, azul cobalto, en dibujos llenos de curvas y lagunas, bellas como caracolas o galaxias.


MANZANAS


En otoño, Karl Ove Knausgard, p. 23

Por alguna razón, la fruta en los países nórdicos es muy accesible, con una piel fina y ligera, en la que es fácil hincar los dientes. Esto rige tanto para peras y manzanas como para ciruelas, que basta con morder y tragar, mientras que la fruta que crece más al sur está a menudo recubierta de pieles gruesas e incomestibles, como las naranjas, las mandarinas, los plátanos, las granadas, los mangos y la fruta de la pasión. Por regla general, acorde con mis demás preferencias en la vida, prefiero lo último, tanto porque prevalece en mí la idea de que el placer es algo que uno ha de ganarse mediante un trabajo previó como porque siempre me he sentido atraído por lo oculto y lo secreto. Morder un trozo de cáscara de naranja, notar el sabor amargo en la boca durante un breve segundo, luego meter el dedo gordo entre la piel y la pulpa, y a continuación sacar gajo tras gajo, algunas veces, si la cáscara es fina, en trozos muy pequeños, y otras, cuando la cáscara es gruesa y la pulpa se suelta fácilmente, en un solo trozo largo, tiene en sí algo de ritual. Cuando los dientes atraviesan la capa fina y reluciente, y el zumo de la fruta entra en la boca, llenándola de dulzor, es casi como si estuvieras primero en el pórtico del templo y luego caminaras lentamente hacia el interior. Tanto el trabajo como lo secreto, es decir, la inaccesibilidad, alimentan el valor del placer. La manzana es una excepción. Basta con alargar la mano, cogerla e hincarle los dientes.


INCIPIT 1.504. NELA 1979 / JUAN TREJO


Salimos del parque zoológico de Barcelona poco después de la una de la tarde. Era el 25 de noviembre de 1979. Yo tenía nueve años.

Fue una visita más bien rutinaria, aburrida como todas las que me veía obligado a hacer con mis padres, sin incentivo ni sorpresa alguna. De hecho, nadie sabe a ciencia cierta por qué precisamente ese día, de entre todos los domingos del año, fuimos a ver a Copito de Nieve. A mí no me gustaba el zoológico, me parecía un lugar triste, deprimente. Prefería recrearme en las ilustraciones y leer los breves textos de un libro que tenía en casa que hablaba de cómo y cuándo se creó el parque y también de la llegada de su más distinguido huésped, el gorila albino. Los dibujos de ese libro eran amables, desprendían un agradable aire nostálgico, como de ensueño, que no se correspondía en absoluto con el abandono y la grisura que imperaban en esa época en el zoológico de la ciudad.


INCIPÌT 1.503. LOS INTIMOS / MARTA SANZ


EL PADRE KARRAS

Llevo muchas noches, incluso una larga temporada, reparando en que cada vez que pienso en algo estoy pensando en lo mismo. El pensamiento se fuerza, pero también sucede. El pensamiento se produce, y decir que «fluye» me parece un alarde de pretenciosa facilidad -qué mierda va a fluir el pensamiento, ojalá-. El pensamiento se va quedando pegado a la carótida y al nervio óptico como el colesterol a las arterias. Hace bola y trombo.

El pensamiento me atraviesa la cabeza con tácticas terroristas y, entonces, lo sorprendo, lo atrapo, lo pillo en falta. Mi pensamiento está construyendo hipótesis y recordando acontecimientos indignos de mí. Pero es más fuerte que yo. Carezco de la energía suficiente para detenerlo. No logro ser la policía de este pensamiento mío que no fluye, pero me graniza por dentro. No logro congelarlo en una imagen y romperlo con el picahielos de Sharon Stone. No es una proyección cinematográfica. No es un torrente. Ni un liquidillo que puede absorberse con algodón hidrófilo. Ese pensamiento obsesivo -digámoslo de una vez- actúa como el espesante o la sustancia pegajosa que algunos insectos segregan para comerse a otros insectos. Petróleo en el que me quedo atrapada. Arena movediza.

Este libro es una cuerda para salir de ese engrudo.


DE LA ESCRITURA


Los íntimos, Marta Sanz, p. 160

Tenemos miedo, sobre todo, de esa acción indescifrable a la que se alude como «escribir bien», porque esta es una disciplina en la que es mejor no desempeñarse con virtuosismo. Así lo cuenta en «Todo es verde», que pertenece al libro La niña del pelo raro, Foster Wallace, un escritor que acabó ahorcándose. Igual que Gerard de Nerval.

En los días malos pienso que nos deberíamos ahorcar todas. Ellos también, por supuesto.

En «Todo es verde» el profesor Ambrose comenta el texto de una alumna: «El profesor Ambrose lo resumió muy bien, aunque con bastante tacto, cuando dijo en clase que por lo general los relatos de la señorita Eberhardt no le convencían porque siempre parecía que estuvieran gritando: "¡Mira, mamá, sin manos!"». La escritura literaria no es como el patinaje artístico. Con la escritura literaria hay que fustigarse y apretarse bien el corsé, clavarse las ballenas en la chicha. Hay que valorar el tiempo, el dinero y el esfuerzo de una clientela que no tiene ni un minuto que perder con las masturbaciones sin manos de las escritoras que atesoran un léxico de más de mil quinientas palabras.

Esto que escribo es una exageración y me alegro. Porque es una exageración no tan exagerada

BORGES


El factor Borges, Alan Pauls, p. 12

Borges, "reaccionario” célebre, disimuló durante décadas dos pasados pecaminosos. En uno (que mal que mal consigue filtrarse en sus primeros textos canónicos) fue un nacional-populista ferviente, un revoleador de ponchos, un partidario de Juan Manuel de Rosas y del primer radicalismo de Irigoyen. El otro -un Borges rojo, allegado al Kremlin- fue durante mucho tiempo casi inconcebible. «En España [circa 1920] escribí dos libros», cuenta en  su Autobiografía. «Uno se llamaba (ahora me pregunto por qué) Los naipes del tahúr. Eran ensayos literarios y políticos (todavía era anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Querían ser amargos e implacables pero, en realidad, eran bien mansos. Recurría palabras como "estúpidos", "meretrices", "embusteros". No habiendo conseguido quien lo editara destruí el manuscrito cuando volví a Buenos Aires. El otro libro se titulaba Los salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas ---quizás veinte- en verso libre en alabanza de la Revolución Rusa, de la fraternidad y del pacifismo. Tres o cuatro de ellos aparecieron en revistas (Épica Bolchevique, Trincheras, Rusia). Este libro lo destruí en España en vísperas de mi partida.”


INCIPIT 1.592. RAVAL : DEL AMOR A LOS NIÑOS / ARCADI ESPADA


Cada noche dormía con una historia del Raval en la cabeza. Tenía tantas que podía hacerme pasar fácilmente por pobre, por pederasta o por niño, meterme en su piel y saber de ellos más que ellos mismos. Para combatir esta tentación y evitar la escritura consiguiente, tan cargada de heroísmo, procuraba pasar las mañanas de aquel verano en la mejor piscina de la ciudad. Un mozo muy fuerte y muy simpático traía la hamaca y desplegaba a mi llegada una gran sombrilla blanca. Éramos media docena sobre la hierba y uno vendía futbolistas en italiano desde su móvil. La felicidad era tan profunda que mareaba. Al mediodía, con el calor en bruto, bajaba desde el norte despejado hasta el Raval, a seguir con el trabajo. En la Riera Alta ya empezaba a respirar gozoso el olor del verano en las alcantarillas. Sentir ese olor era la garantía necesaria para seguir avanzando. Significaba que no me había acostumbrado a él y que nunca podría hacerme pasar por ellos. Ese olor todavía es la condición necesaria para seguir escribiendo.


El primer titular apareció en los periódicos el dieciocho de junio de 1997.

UNA PAREJA ALQUILABA A SU HIJO DE 10 AÑOS

A UN PEDERASTA POR 30.000 PESETAS EL FIN DE SEMANA


INCIPIT 1.501. RECUERDOS DE UNA MUJER DE LA GENERACION DEL 98 / CARMEN BAROJA


Yo no creo, como cierto arqueólogo conocido mío, que los antiguos escribieron para dejarle a él una colección de «fuentes» con que progresar en su trabajo; pero sí creo que hay que cultivar la conciencia del recuerdo. Acaso esto sea producto de una manía familiar de la que participamos mis dos tíos y yo ... junto con mi madre. Porque mi madre ha dejado, también, unas notas de recuerdos escritas en sus últimos años, que yo he leído varias veces .

Julio Caro Baroja, Los Baroja

Como algunas novelas, la historia de este libro parte del descubrimiento de un manuscrito inédito: el original de las memorias de Carmen Baroja y Nessi (1883-1950). Hace unos años, en el verano de 1993, leyendo Los Baraja (Memorias familiares), 1 las recién mencionadas palabras de Julio Caro Baroja me descubrieron la existencia de una Baroja, escritora de memorias. Enseguida quise leerlas.

Anduve buscándolas biblioteca tras biblioteca, pero no aparecían por ninguna parte. Un compañero de trabajo -a quien agradezco mucho el dato- me informó de que uno de los biógrafos de Pío Baroja, Miguel Pérez Ferrero,' había dedicado varias páginas a la hermana del novelista, citando entre otras obras sus Memorias de una mujer del noventa y ocho. Al saber el título, pensé que iba a ser más fácil encontrarlas. Los ordenadores permiten acceder a cualquier biblioteca nacional o internacional como si se estuviese en la auténtica Biblioteca de Babel, de modo que, con sólo introducir un par de datos básicos, raro es el libro que escapa a la máquina.


LEONOR ACEVEDO DE BORGES


El factor Borges, Alan Pauls, p.29

Longeva (murió en 1975, a los 99 años), incondicional («ella fue una verdadera secretaria para mí, ocupándose de mi correspondencia, leyéndome, recogiendo mi dictado y viajando conmigo muchas veces”), secretamente influyente («fue ella, aunque demoré mucho en descubrirlo, quien silenciosa y eficazmente promovió mi carrera literaria”), despótica y posesiva (Estela Canto, uno de los romances fallidos de Borges, la responsabilizaba de la desgraciada biografía amorosa del escritor), Leonor Acevedo es sin duda la madre de escritor más célebre de una literatura que no brilla demasiado en figuras maternas. Fue una verdadera self made woman, y su «carrera” fue sigilosa pero sostenida. Aprendió inglés a través de su marido; accedió a la literatura a través de su hijo. Llegó afirmar, con el tiempo, algunas traducciones (La comedia humana de Saroyan, por ejemplo), y Borges hasta le atribuyó a ella las que lo habían hecho famoso a él (Melville, el Odando de Virginia Woolf, Las palmeras salvajes de Faulkner). Los dos hitos de esta biografía singular, que matiza la tenacidad con una razonable cuota de martirologio, son la muerte de su marido, en 1938, y el avance paulatino de la ceguera de su hijo, que va aislándolo del mundo y profundizando la dependencia materna. «Antes yo era ignorante”, le confesó Leonor a Jean de Milleret: «pero para no dejarme dominar por el dolor me puse a leer y a estudiar sola.” Y Borges cuenta, a fines de los años sesenta, que cuando murió su padre, «ella no sabía ni siquiera hacer un cheque; ignoraba lo que se puede hacer cuando se entra a un banco; no sabía depositar el dinero y ahora se ha vuelto perita en esas cuestiones. Y todo eso lo aprendió después de la muerte de mi padre, así como aprendió el inglés, ya que antes hablaba un inglés elemental, un inglés oral para conversar con mi abuela. Ahora puede incluso leer y captar el ritmo de los versos ingleses”. Leonor y Borges arman juntos una suerte de sociedad edípica de una eficacia impecable, donde el intercambio de asistencias y servicios alcanza una rara ecuanimidad: Leonor es los ojos de Borges; hace por Borges todo lo que Borges no puede hacer (leer, escribir, ocuparse de la vida práctica), se entrega a él por completo, y a través de ese sacrificio deja atrás su origen ignorante, crece, se ilustra


Las manos manchadas de sangre


Filek, Martínez de Pisón, p. 143

Franco había anunciado que quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre no tenían que temer represalias. Pero sus promesas de clemencia resultaron falsas. Con el fin del conflicto se desató una inmisericorde persecución del adversario político. Cerca de medio millón de republicanos vivían en condiciones deplorables en prisiones y campos de concentración. Un sistema judicial carente de las mínimas garantías condenaba a los soldados del Ejército Popular a las penas más elevadas por auxilio o adhesión a la rebelión. Quienes habían militado en organizaciones políticas o sindicales de izquierda no corrían mejor suerte. Cuando un republicano era condenado a muerte, sus familiares se apresuraban a implorar avales entre gente del bando vencedor. Si el aval procedía de una figura influyente, la pena capital solía ser conmutada por la de treinta años de reclusión. En la primerísima posguerra, más de cincuenta mil republicanos fueron fusilados, lo que da una idea del ensañamiento practicado sobre los vencidos. Además, con arreglo a una aberración jurídica que llevaba el nombre de Ley de Responsabilidades Políticas, las familias de éstos podían ser despojadas de  su patrimonio, convertido en botín de guerra para los vencedores. Hasta los moderados y los tibios corrían serios peligros en la nueva España. Sólo estaban libres de toda sospecha los que con su sacrificio o su valor habían acreditado sobradamente su adhesión a la causa: excautivos, excombatientes, quintacolumnistas, viudas y huérfanos de caídos.


PARACUELLOS


Filek, Martínez de Pisón, p. 101

Entre ellos abundaban los derechistas, incluidos muchos militares. La toma de la capital parecía ser cuestión de horas. Para evitar que esos reclusos, una vez libres, se sumaran al enemigo, se decidió su evacuación. La labor de clasificación de los presos de la Modelo por su «peligrosidad», llevada a cabo por miembros del Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP) con la colaboración de un par de chivatos, se prolongó hasta la tarde del día 7. Después unos milicianos fueron pasando ante las celdas y leyendo en voz alta los nombres que figuraban en las listas. A los elegidos se les ataron las manos y se les agrupó en el patio. Luego se les hizo subir en unos autobuses de dos pisos, al estilo londinense, utilizados habitualmente para el servicio regular. Al poco de salir de Madrid, esos autobuses abandonaron la carretera para desviarse hacia unos cerros. Allí los presos fueron puestos en fila y fusilados mientras los vehículos regresaban en busca de nuevas víctimas. Se hizo todo deprisa y corriendo, sin entretenerse en enterrar a los muertos, y los desdichados que iban siendo conducidos en sucesivas tandas se encontraban con los cadáveres amontonados de las tandas precedentes. Finalmente se obligó a los vecinos del pueblo más próximo, Paracuellos de Jarama, a cavar unas grandes zanjas en las que sepultarlos a todos.                                                                                                                                                                  Cuando se produjeron las matanzas, el máximo responsable de las cárceles madrileñas era Santiago Carrillo, quien con sólo veintiún años acababa de hacerse cargo de la consejería de Orden Público en la recién creada Junta de Defensa. Carrillo negó siempre cualquier relación con los hechos, lo que, a juicio de los especialistas, carece de toda credibilidad.


INCIPIT 1.502. FILEK / IGNACIO MARTINEZ DE PISON


La primera noticia sobre Filek la encontré en Franco, caudillo de España, la monumental biografía del dictador escrita por Paul Preston. Eran apenas diez líneas, y en ellas se hablaba de cómo el austriaco se había ganado la confianza de Franco y le había convencido de las bondades de su invento: un combustible de calidad superior a la gasolina, obtenido a partir de una mezcla de agua con extractos de plantas y otros ingredientes secretos. Según los periódicos de la época, Filek habría rechazado generosas ofertas de las grandes compañías petroleras para ceder gratuitamente su gasolina a la España de Franco, por lealtad a la cual había sufrido condena de prisión durante la Guerra Civil. Los cálculos oficiales cifraban en ciento cincuenta millones de pesetas anuales el ahorro que el invento de Filek supondría para la maltrecha economía española de la posguerra. Al final el fraude salió a la luz, y el austriaco volvió a ingresar en prisión ...

Lo primero que pensé es que ahí había una buena historia: ¡un estafador internacional que tomó el pelo a Franco¡


14 DE ABRIL


Filek, Martínez de Pisón, p. 10

Josep Pla, que esa misma mañana había llegado en tren desde Barcelona, recreó esa jornada histórica en El advenimiento de la República: el ondear de las primeras banderas tricolores, el gentío subiendo por Alcalá en dirección a la Puerta del Sol, los comercios apresurándose a ocultar los símbolos monárquicos, los ciudadanos que sin saberse la letra se arrancaban con La Marsellesa y el Himno de Riego ... También Rafael Cansinos- Assens andaba por allí, y en La novela de un literato nos dejó una descripción del ambiente: las regias estatuas de la plaza de Oriente adornadas con banderines rojos, unos alborotadores cambiando el rótulo de la plaza de Isabel II por el de Fermín Galán, otros derribando en esa misma plaza la estatua de la Reina Castiza e intentando hacer lo mismo con la de Felipe III en la plaza Mayor, viejos republicanos con sus gorros frigios como crestas de gallo mezclándose con la multitud, los camiones desde los que unas prostitutas cantaban « ¡ cinco, seis, siete, ocho ... , el rey estaba pocho!» mientras «un hombre de facha soez» exhibía un conejo muerto y gritaba «¡el conejo de la reina!», jóvenes con escarapelas y brazaletes rojos colocando carteles de PUEBLO, RESPETA ESTE EDIFICIO QUE ES TUYO para evitar posibles desmanes, los pequeños altarcitos como mesas petitorias con los retratos de Galán y García Hernández, los edictos en las paredes en los que el alcalde Pedro Rico anunciaba la instauración del nuevo régimen, las largas colas de gente impaciente por comprar los periódicos vespertinos ... La juerga continuaba cuando, ya de madrugada, se acercó Pla a la plaza de Oriente y vio «grupos de aspecto suburbial, con alguna mujer, ligeramente bebidos, con banderas, latas de petróleo, trozos de estatuas mutiladas o derribadas, que seguían gritando y cantando pero con aire de estar ya un poco cansados».

Na foto, A Coruña


BORGES


El factor Borges, Alan Pauls, p. 103

Después de vapulear al «escritor Borges», Doll arremete contra Discusión, el libro de ensayos que Borges ha publicado un año antes. «Esos artículos, bibliográficos por su intención o por su contenido», escribe, «pertenecen a ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal cosas que otros han dicho bien; o en dar por inédito a Don Quijote de la Mancha y Martín Fierro, e imprimir de esas obras páginas enteras; o en hacerse el que a él le interesa averiguar un punto cualquiera y con aire cándido va agregando opiniones de otros, pata que vea que no, que él no es un unilateral, que es respetuoso de todas las ideas (y es que así se va haciendo el artículo).» Doll está escandalizado, sí, pero su escándalo no tiene por qué empañar la atención, la nitidez con que busca incriminar a su presa. Dejando de lado los acentos morales -tan típicos de la profilaxis policial-, los cargos que levanta contra Borges suenan particularmente atinados. (Tan atinados, en realidad, que resultan redundantes: Borges, adelantándose a su perseguidor, a menudo los confiesa espontáneamente en el mismo libro por el que lo acusan.) Borges, según Doll, abusa de las cosas ajenas: repite y degrada lo que repite: no sólo reproduce textos de otros sino que lo hace inmoderadamente, corno si nunca hubieran sido publicados; asume una actitud «tolerante» sólo a modo de pose, como un ardid para legitimar moralmente algo que tal vez sea un vicio (la pereza) o un delito (el plagio). Difícil encontrar, para resumir esas imputaciones, una carátula más gráfica que la que elige Doll: parasitismo, literatura parasitaria. Es muy probable que Borges, contra toda expectativa de Doll, no la haya desaprobado. Con la astucia y el sentido de la economía de los grandes inadaptados, que reciclan los golpes del enemigo para fortalecer los propios, Borges no rechaza la condena sino que la convierte en un programa artístico propio.


INCIPIT 1.500.AUTOBIOGRAFIA DE PAPEL / FELIX DE AZUA


PRÓLOGO

En una cinta menos memorable de lo que se pregona, un célebre personaje de ficción musitaba mirando al abismo que él había visto arder sistemas solares más allá de Sirio, tempestades de fuego en estrellas extinguidas, chocar galaxias en el vacío infinito y otras grandezas semejantes. No voy a compararme con este prodigio cibernético, pero es cierto que yo he conocido un mundo literario tan desaparecido como la Atlántida. A lo cual se puede añadir «y me congratulo», o bien «lo deploro». Pero ni lo uno ni lo otro.

Los cambios en ese ámbito estratosférico que suele llamarse «cultura» y donde, a medida que se extinguían las viejas actividades cultas, han ido entrando cada vez más sorprendentes actividades


INCIPT 1.499. EL FACTOR BORGES / ALAN PAULS


PRÓLOGO

Pese a lo que promete su título, este libro no es una novela de secretos y espías. Es un ensayo de lectura: un manual de instrucciones para orientarse (o extraviarse sin culpas) en una literatura. Y, sin embargo, en el fondo de esa práctica sigilosa que llamamos leer, ¿no hay acaso la ilusión, el vicioso designio de entablar con un libro, una obra o un autor esa relación de aventura y suspenso -hecha de incursiones nocturnas, cerrojos burlados y claves robadas- que conocemos de lejos bajo el nombre de espionaje? Hace mucho que las páginas de los libros dejaron de ofrecérsenos pegadas; anacrónicos -difícil imaginar un objeto más pasado de  moda-, los cortapapeles sobreviven a duras penas como souvenirs de comarcas turísticas fraudulentas. Pero ¿leer no es, no sigue siendo siempre desgarrar, entrometerse, irrumpir en un orden sereno, satisfecho de sí, devoto del silencio, las puertas entornadas y las persianas bajas? ¿ Y no es cierto acaso que el apellido Borges, además de designar al escritor más unánime de la historia de la literatura argentina, también identificó durante décadas una marca de cajas de seguridad, famosa por su eficacia a la hora de atesorar?


INCIPIT 1.498. EL DESAFORTUNADO / ARIEL MAGNUS


Flores para Vera

Sag mir wo die Blumen sind,

wo sind sie geblieben?

Sag mir wo die Blumen sind,

was ist ges ch eh en?    

¿Por qué tanta mala suerte?

Justo el día en que iba a reencontrarse con su esposa tras siete años de forzada y esforzada separación, la ciudad se quedó sin flores. Se había quedado también sin medios de transporte público, sin diarios, sin atención programada en los hospitales y sin servicio de recolección de basura, después de que los sindicatos adhirieran al duelo nacional. Pero la escasez absoluta de rosas, las flores preferidas de Vera, o en su defecto de fresias


INCIPIT 1.497. SUEÑO CREPUSCULAR / EDITH WHARTON


La señorita Bruss, la perfecta secretaria, recibió a Nona Manford en la puerta del gabinete materno («el despacho», lo llamaban los hijos de la señora Manford) con un gesto de rechazo de lo más amable.

- Ya sabes que le gustaría verte, querida, tu madre siempre quiere verte -alegó Maisie Bruss, en un tono engolado y aguzado por el uso constante del teléfono.

La señorita Bruss, al servicio de la señora Manford desde poco después del segundo matrimonio de ésta, conocía a Nona desde que era una niña, y tenía el privilegio, incluso ahora que carecía de autoridad sobre ella, de tratarla con cierta benevolente familiaridad; la benevolencia era una característica de la familia Manford.

-Pero mira su agenda, iy sólo para esta mañana! -continuó diciéndole la secretaria, al tiempo que le tendía un bloc alargado con el reverso y la parte superior de tafilete, en el que estaba escrito con anodina caligrafla de secretaria: «7:30: elevación mental; 7:45: desayuno; 8:00: psicoanálisis; 8:15: ver a la cocinera; 8:30: meditación silenciosa; 8:45: masaje facial; 9:00: el hombre de las miniaturas persas; 9:15: correspondencia; 9:30: repaso manicura; 9:45: sesión de ejercicios eurítmicos; 10:00: ondulación del cabello; 10:15: posar para el busto; 10:30: recibir a la delegación para el Día de la Madre; 11:00: lección de baile; 11:30: comité de Control de la Natalidad en casa ... ».


LA NOVELA,2


Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 95

La gente de mi generación aún tuvo la suerte de aprender con maestros, a la manera de los antiguos artesanos que entraban en los talleres (pagando) para observar cómo trabajaban los expertos. Mío y de mis amigos fue Benet maestro consciente, voluntarioso y gratuito. Peor que gratuito: le desvalijábamos el bar y la cocina cada vez que nos reuníamos en su casa, en confusa mezcla de hijos, discípulos e invitados de alcurnia a veces con esposas. Ejercía de maestro con plena conciencia y gran teatralidad. Nos llamaba siempre por el apellido y nunca mostró la menor debilidad, sentimentalismo o cobardía. Destruyó una por una, con argumentos implacables y retórica ciceroniana, todas nuestras novelas, menos la primera de Marías.

Nos enseñó cosas esenciales para un novelista adolescente. No sólo con qué gesticulación se debe preparar la primera bebida de la noche, cómo se cuenta una misma historia diez o doce veces sin que parezca la misma, cuáles son los ridículos imperdonables en cualquier escritor español y quién los comete con mayor frecuencia, qué libros hay que evitar como si fueran la lepra, cuál es la carretera con menos socavones de la provincia de Madrid, cómo actúa un revisor de la Renfe al abrir el camarín a las cinco de la madrugada, cuál era el único novelista aceptable de la Francia contemporánea y por qué tampoco había que leerlo, en fin, cuestiones fundamentales, porque la enseñanza verdadera, como en los talleres medievales, no es la materia misma del arte ( eso se aprende mirando con atención una y otra vez) sino el modo de ser, la vestimenta, el trato social, la música favorita, el comportamiento, la actitud moral del artista, vaya. La enseñanza principal de un maestro ha de ser tanto moral como física, porque la relación del artista con su obra es, además de moral, una relación indudablemente física.


LA MERCANCIA


Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 74

Las novelas, como las enciclopedias antes de internet y como los libros de texto negociados con los gobiernos, son la rica base nutricia del mundo del libro, sus mercancías más populares. Todos creemos saber lo que es una mercancía, sin embargo el concepto ha variado de tal manera desde los tiempos de Marx que debe aclararse alguna de sus oscuridades.

Para la economía clásica una mercancía es un producto del trabajo, generalmente en forma de objeto con valor de uso y que, producido para el intercambio, encuentra un precio final en el mercado. Su ampliación, a partir de Marx, incluía, dentro del conjunto de mercancías, la fuerza de trabajo y otros entes inmateriales. En la actualidad es mercancía prácticamente todo. Quiero decir que yo soy una mercancía, es más, soy varias mercancías: mi hígado, mi corazón, mis riñones tienen precio y son bienes mercantiles de los que hay incluso redes de contrabando. También lo es el semen de los donantes que luego fertilizará a las mujeres con problemas de concepción y seguramente podríamos decir, sin levantar ampollas, que una criatura engendrada in vitro es una mercancía industrial.


LEOPOLDO MARIA PANERO


Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 36

De hecho había comenzado también el romanticismo hippie y el mediocre Jack Kerouac provocaba espasmos: todo el mundo quería vivir on the road. En esa opción extrema sólo Leopoldo Panero llegó a consumirse hasta acabar encerrado de por vida en un manicomio. Aún ahora (y lo conocí mucho y durante muchos años) no sabría decir si fue la testarudez voluntariosa de la poesía lo que le llevó a la locura verdadera, o si ya estaba todo decidido de antemano. Panero es un caso extraordinario de cómo un joven autodidacta en aquella sociedad desértica podía, sin embargo, llegar a leerlo todo, Lacan, Deleuze, Pound, claro, pero también Frances Yates, Nostradamus (uno de sus favoritos) o Agrippa d'Aubigné. O sea, todo.

Panero ha sido el más acabado ejemplo de cómo algunas de las teorías más avanzadas de la época podían convertirse en trampas mortales para quienes ya venían inclinados a la autodestrucción desde la cuna. Bataille, Blanchot, Barthes, Foucault habían puesto en claro el valor de las voces externas a la sociedad: los locos, los enfermos, los parricidas, los marginados, los salvajes y los excéntricos. Fue entonces cuando se reivindicó de tal modo a los locos como ciudadanos de peculiar valía que en algunos hospitales italianos, allí donde tenía predicamento un orate llamado Battaglia, los soltaron y no volvieron a encerrarlos hasta que el índice de criminalidad dio un salto vertiginoso. La voz de los salvajes, de los primitivos, de los locos, un invento de la Sezession alemana y de los surrealistas, llegó a su paroxismo en estas fechas y comenzó su declive cuando Althusser, uno de sus defensores desde el marxismo-lacanísmo, asesinó a su mujer a martillazos, Deleuze se mató tirándose por la ventana y Foucault murió de sida jurando que era un invento del Pentágono para oprimir a los homosexuales.


BENETIANA


Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 87

Para los de mi grupo, sin embargo, no cabía duda de que el único escritor que se saltaba todas las convenciones artísticas en la España de los años sesenta era Benet, junto con alguien que de un modo igualmente heterodoxo debía ser adscrito a la vanguardia, muy a su pesar, Rafael Sánchez Ferlosio.

Que Benet tenía una idea muy clara de sus propósitos literarios puede constatarse en su ensayo La inspírací6n y el estilo (1966), una de las más lúcidas e imprescindibles reflexiones sobre la literatura que se hayan escrito en España, pero también en su biografía. Como a los poetas del romanticismo, a Benet no le importaba en absoluto «hacer carrera», sólo ir avanzando en las derivas de la prosa como quien experimenta con drogas. Su primer libro, ya plenamente benetiano, Nunca llegarás a nada (1961), es un conjunto de relatos cada uno de los cuales crea una atmósfera densa y fatídica que podríamos llamar «cinematográfica» si no fuera porque a Benet le horrorizaba el cine. Ninguno de los cuentos permite afirmar dónde sucede, quiénes son los personajes, por qué se nos cuenta la historia, quién la cuenta o en qué temporalidad viene a ser. La primera frase del libro, «Un inglés borracho al que encontramos no recuerdo dónde, y que nos acompañó durante varios días y quizás semanas enteras ... », es característica. En efecto, el relato parece narrado por un borracho que no sabe dónde está, ni con quién, ni para qué y es incapaz de distinguir los días de las semanas. Sin embargo, como en otros de sus libros, el lenguaje se convierte en una trampa envolvente de la que no se puede escapar si no es por aburrimiento.


Stravinski


Nada que temer, Julian Barnes, p. 164

Stravinski fue a ver el cadáver de Ravel antes de que lo metieran en el féretro. Yacía sobre una mesa cubierta con una tela negra. Todo era blanco y negro: traje negro, guantes blancos, turbante blanco del hospital todavía alrededor de la cabeza, arrugas negras en una cara muy pálida que tenía «una expresión de gran majestad». Y ahí terminaba la grandeza de la muerte. «Fui al entierro», rememoraba Stravinski. «Son una experiencia lúgubre estos entierros civiles en que todo está prohibido fuera del protocolo.» Fue en París, en 1937. Cuando a Stravinski le llegó su turno, treinta y cuatro años después, transportaron su cuerpo por avión desde Nueva York a Roma y de allí lo llevaron en un vehículo a Venecia, donde colocaron por todas partes proclamas negras y violetas: LA CIUDAD DE VENECIA RINDE HOMENAJE A LOS RESTOS DEL GRAN MÚSICO IGOR STRAVINSKI, QUE EN UN GESTO EXQUISITO DE AMISTAD PIDIÓ QUE LE SEPULTARAN EN LA CIUDAD QUE AMABA POR ENCIMA DE TODAS. El archimandrita de Venecia ofició el servicio funerario ortodoxo griego en la iglesia de San Giovanni e Paolo, y después el ataúd pasó, llevado en andas, por delante de la estatua de Colleoni y cuatro gondoleros lo transportaron en una góndola funeraria a la isla cementerio de San Michele. Allí el archimandrita y la viuda de Stravinski arrojaron puñados de tierra sobre el féretro cuando lo bajaban al panteón. Francis Steegmuller, el gran estudioso de Flaubert, siguió las ceremonias de aquel día. Dijo que cuando el cortejo avanzaba desde la iglesia al canal, con los venecianos asomados a todas las ventanas, la escena se parecía a «un desfile de Carpaccio». Más, mucho más que el protocolo.


INCIPIT 1.496. NADA QUE TEMER / JULIAN BARNES


No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto. Pregunté a mi hermano, que ha enseñado filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, qué le parecía esta declaración, sin revelarle que era mía. Contestó con una sola palabra: «Sensiblera.» Hay que empezar por una persona: mi abuela materna, Nellie Louisa Scoltock, de soltera Machín. Era profesora en Shropshire hasta que se casó con mi abuelo, Bert Scoltock. No Bertram ni Albert, Bert a secas: bautizado, llamado e incinerado así. Era un director de escuela con ciertas dotes para la mecánica: un hombre de motocicleta y sidecar, más tarde propietario de una Lanchester y, después de jubilado, de un deportivo Triumph Roadster bastante pretencioso, con un asiento delantero para tres personas y dos individuales cuando se bajaba la capota. Cuando les conocí, mis abuelos se habían afincado en el sur para estar cerca de su única hija. La abuela fue al Women's Institute; encurtía y envasaba, desplumaba y asaba las gallinas y gansos que criaba el abuelo. Era menuda, de apariencia transigente, y tenía los nudillos gruesos de la vejez; necesitaba jabón para sacarse la alianza de casada.


INCIPIT 1.495. EL MEJOR DEL MUNDO / JUAN TALLON


Antonio extrae el puro del bolsillo de la chaqueta y lo huele con una inspiración larga, muy larga, larguísima. Al final, se le escapa un «Aaahhh» extasiado. Es un Cohiba Behike 56 que robó de casa de su padre el día de su entierro. Quizá el hombre lo guardaba para una ocasión especial. Pero ya no habría ocasiones especiales. No merecía la pena dejarlo allí, esperando a alguien que obviamente no iba a fumar más. Lo examina como a un anillo recién encontrado en el suelo y lo vuelve a guardar, empaquetando las ganas de fumárselo. Tiene tanto que celebrar que ese puro es un símbolo de la felicidad. Piensa que nunca estuvo tan cerca de ella. La persiguió y la atrapó. Se siente investido de un extraordinario poder. En su cabeza es omnipotencia, casi inmortalidad, al menos hasta el día en que pase lo peor. Es un momento álgido, dorado, devuelve el puro al bolsillo y estudia el centro de convenciones de un vistazo, atestado de visitantes que dirigen su atención al estand de Ataúdes Ourense, donde resplandece el Apolo, y constata que sigue ahí arriba, que al fin atrapó el éxito, que llegó, y que lo hizo pese a las circunstancias, a las adversidades que se sucedieron en cada una de las etapas de su vida hasta hoy.


JAMESIANA


Nada que temer, Julian Barnes, p. 161

Wharton consideraba la vida una tragedia -o como mínimo una comedia sombría- con un final trágico. O, a veces, sólo un drama con un final dramático. (Su amigo Henry James definió la vida como «el tránsito penoso que precede a la muerte». Y el amigo de él Turguéniev, creía que «la parte más interesante de la vida es la muerte».)

Tampoco seducía a Wharton la idea de que la vida, ya sea trágica, cómica o dramática, es necesariamente original. Nuestra falta de originalidad es algo que olvidamos provechosamente cuando nos encorvamos sobre nuestra -para nosotros- vida siempre fascinante. Mi amigo M., que dejó a su mujer por otra más joven, se quejaba: «La gente me dice que es un tópico. Pero a mí no me lo parece.» Lo era, sin embargo, y lo es. Nuestras vidas lo demostrarían, si pudiésemos verlas desde una mayor distancia, desde el punto de vista, pongamos, de ese Ser superior imaginado por Einstein.

Un día, una amiga biógrafa me propuso adoptar la visión ligeramente más larga y escribir mi vida. Su marido arguyó satíricamente que sería una obra corta, puesto que todas mis jornadas eran iguales. «Se levantó», decía su versión. «Escribió libro. Salió a comprar botella de vino. Volvió a casa, hizo la comida. Bebió vino.» Inmediatamente aprobé esta vida breve. Vale lo mismo que cualquier otra; tan verídica o tan mendaz como cualquier otra más larga. Faulkner dijo que la necrológica de un escritor debería decir: «Escribió libros y después murió.»


MORIR


Nada que temer, Julian Barnes,p. 137

La muerte y la forma de morir generan todo un cuestionario de preferencias similares. Para empezar, ¿preferirías saber que te estás muriendo o no? ¿Preferirías mirar o no mirar? A los treinta y ocho años, Jules Renard escribió: «Por favor, Dios, ¡no me hagas morir demasiado rápido! No me importaría ver cómo me muero.» Escribió esto el 24 de enero de 1902, en el segundo aniversario del día en que había viajado de París a Chitry para enterrar a su hermano Maurice: un funcionario de obras públicas que se quejaba del sistema de calefacción central, transformado, en cuestión de unos pocos minutos de silencio, en un cadáver con la cabeza recostada sobre una guía telefónica de París. Un siglo después, pidieron al historiador de la medicina Roy Porter que reflexionara sobre la muerte: «Verá, creo que sería interesante estar consciente a la hora de la muerte, porque debes de experimentar cambios de lo más extraordinarios. Pensar, me estoy muriendo ... Creo que me gustaría ser plenamente consciente en ese momento. Porque, verá, de lo contrario te estarías perdiendo algo.» Esta curiosidad terminal constituye una hermosa tradición. En 1777, el fisiólogo suizo Albrecht von Haller fue atendido en su lecho de muerte por un colega médico. Haller supervisó su propio pulso a medida que se debilitaba, y murió fiel a su carácter con estas últimas palabras: «Amigo mío, la arteria ya no late.» El año anterior, Voltaire también se había vigilado el pulso hasta el momento en que movió la cabeza lentamente y, unos minutos después, murió. Una muerte admirable -sin ningún cura a la vista-, digna del catálogo de Montaigne. Empero, no impresionó a todo el mundo; Mozart, a la sazón en París, escribió a su padre: «Probablemente sabrás que el ateo y granuja redomado Voltaire ha muerto como un perro, como un animal ..., ¡ya tiene su recompensa!» Como un perro, en efecto.


JULIAN BARNES


Nada que temer, Julian Barnes, p. 156

Cuando yo era «sólo» un lector, creía que los escritores, porque escribían libros que contenían verdades, porque describían el mundo, penetraban en el corazón humano, captaban tanto lo particular corno lo general y eran capaces de recrear ambas cosas en formas libres pero estructuradas, porque comprendían, tenían que ser, por consiguiente, más sensibles -y también menos vanidosos y egoístas- que las demás personas. Luego me hice escritor y empecé a conocer a escritores y a observarlos, y llegué a la conclusión de que la única diferencia entre ellos y los demás, el único y exclusivo aspecto en que eran mejores residía en que eran mejores escritores. Quizá, en efecto, fueran sensibles, perceptivos, sabios, capaces de generalizar y de captar lo particular, pero sólo ante sus escritorios y en sus libros. Cuando se aventuran en el mundo, suelen comportarse corno si toda su comprensión de la conducta humana se hubiera quedado atascada en sus máquinas de escribir. No sólo los escritores. ¿Son muy sabios los filósofos en su vida privada?

«Ni un ápice más sabios por ser filósofos», contesta mi hermano. «Peor aún, en su vida semipública son menos juiciosos que otros tipos de académicos.» Recuerdo que una vez dejé un momento la autobiografía de Bertrand Russell, no por incredulidad, sino por una especie de creencia horrorizada. De este modo describe el principio del fin de su primer matrimonio: «Salí a pedalear en bici una tarde y de repente, cuando avanzaba por una carretera rural, comprendí que ya no amaba a Alys. Hasta aquel momento ignoraba incluso que mi amor por ella había disminuido.» La única respuesta lógica a esto, a sus repercusiones y a su forma de expresión sería: que los filósofos no monten en bicicleta. O quizá, que los filósofos se abstengan de casarse. Conservarles para que hablen de la verdad con Dios. Para esto me gustaría tener a mi lado a Russell.


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