Proust, novela familiar, p. 22
Se trata de sentir cómo se crea o
se pierde un ambiente, de imbuirse del arte de reavivar una conversación o de
cambiar de tema con una sola palabra. Este entrenamiento mudo, que consiste en
escuchar y mirar, en leer los rostros y
olfatear la atmósfera, en imitar y repetir sin consignas, me forjó una
convicción profunda que podría ser el cimiento de cualquier educación: lo que
se transmite de verdad no se enseña.
Y eso podría darse
superlativamente en la aristocracia. El juego, que transcurre entre líneas,
radica en captar, pillar e interceptar los signos subliminales del camuflaje en
una vida en la que hay que borrar cualquier esfuerzo, ocultar cualquier pasión
y callar cualquier sufrimiento, obedeciendo a una ortopedia mental cuyas reglas
no están escritas. Nadie habla nunca de sí mismo, no se causa revuelo, se
evitan los temas conflictivos porque «menuda pesadez», y resulta inconcebible mostrar
cualquier emoción en público. La alegría y la tristeza, la agitación y el
dolor, el entusiasmo y la melancolía tienen que ver con la clase social. «No se
llora como una criada», decía una y otra vez mi bisabuela, cuyo odio por la
efusión la llevó a celebrar un baile al morir uno de sus hijos, que se había
alistado como voluntario y dado la vida por Francia en 1916, en vísperas de su
vigésimo cumpleaños.
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