La invención de todas las cosas, Jorge Volpi, p. 198
Más que a los Doce, debemos a Saúl de Tarso (muerto en torno al 64 o 65) la mutación que alentó que una oscura secta, de entre las muchas que proliferaban en la Judea recién incorporada al Imperio, deviniese fantasía universal. Pablo, como empezó a nombrarse tras su precipitada conversión, poseía una identidad doble: el judaísmo ortodoxo de sus padres y su carácter de romano. La ficción jurídica que le permitía ser ciudadano sin haber nacido en Roma lo inspiró a ganar la competencia contra las demás sectas judías; su mayor iluminación en el camino de Damasco no fue cesar de perseguir a los cristianos, sino que su nueva fe pudiera ser inoculada a los gentiles sin que tuvieran la obligación de circuncidarse; ninguna otra se atrevió no ya a incorporar a practicantes de otras religiones, sino a buscarlos con gran celo. A los romanos, esta práctica les parecía aberrante; mientras ellos se apropiaban de las divinidades de los pueblos conquistados, los cristianos buscaban eliminar cualquier otro dios excepto el suyo. Pasaría mucho tiempo antes de que diferenciaran a los seguidores de Jesús de otras sectas judías. Por más de medio siglo, los hebreos fueron un incordio; además de sus extrañas creencias y costumbres, se resistían a honrar al césar y a pagar impuestos. Desde tiempos de Jesús, las legiones debieron soportar los ataques terroristas de los sicarios y las guerrillas de los zelotes. Hasta la destrucción del Segundo Templo, Judea fue un polvorín. Como narra Flavio Josefo (el comandante judío Yosefben Matityahu, quien desertó para sumarse a Vespasiano), en La guerra de los judíos (75-79), durante todo ese tiempo no hubo un segundo de paz. Esta confrontación fue el caldo de cultivo de los iluminados y gurús que anunciaban el fin del mundo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario