En el pueblo de al lado, un hombre había matado a su familia. Había clavado las puertas a los marcos pata impedirles que escaparan; los vecinos habían oído a las víctimas correr por las habitaciones, pidiendo misericordia a gritos. Al terminar con ellos, el hombre se había pegado un tiro.
Todo el mundo hablaba de aquello,
de qué clase de hombre podría hacer algo así y de qué secretos debía de
esconder. Corrían rumores de aventuras amorosas, de adicciones y de archivos ocultos
en su ordenador.
Elaine se limitó a decir que le
sorprendía que aquellas cosas no pasaran más a menudo. Se pasó los pulgares por
las trabillas de los vaqueros y contempló la lúgubre calle principal de su pueblo.
O sea, dijo, es mejor que no hacer nada.
Cass y Elaine se habían conocido
en clase de química, cuando Elaine le había echado yodo en el eczema a Cass
durante un experimento. Había sido un accidente; había llorado ella más que
Cass y había insistido en acompañarla a la enfermería. Ese día se habían hecho
amigas. Todas las mañanas, Cass pasaba a recoger a Elaine y caminaban juntas
hacia la escuela. A la hora del almuerzo se enrollaban las faldas largas y
deambulaban por el supermercado, escuchando música con el teléfono de Elaine y
comiendo croissants de la sección de panadería, que ya se habían terminado para
cuando llegaban a la caja. Por las tardes se juntaban para estudiar en casa de
una de las dos.

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