Al despertar una mañana, luego de un sueño intranquilo, me descubro transformado en un monstruoso bicho. Me espanta la armadura anillada de mi abdomen y mis tres pares de patas que se retuercen en zigzag. Las imágenes están allí, vívidas y palpables, tan reales como eso que suelo llamar, tal vez a la ligera, realidad. El horror que experimento ¿es producto de un recuerdo, de una alucinación, de una fantasía? ¿De un sueño? Si por un instante no me di cuenta de que lo era, ¿quién me asegura que no sigo en su interior? Me precipito al cuarto de baño: mi rostro en el espejo es el mismo de cada mañana, solo mis ojeras lucen más pronunciadas. No parezco un bicho: aquellas imágenes artrópodas eran falsas, los rescoldos de una pesadilla.
Y entonces sí despierto.
Nada angustia como un sueño
dentro de un sueño, uno de los dispositivos predilectos del horror. Si
despertamos en uno, ¿no nos precipitaremos en otro y otro, ad infinitum?
Borges se valió de la estratagema
en numerosas ocasiones: «Ha soñado el Ganges y el Támesis, que son los nombres
del agua», escribió en 1985 en un poema incluido en Los conjurados. «Ha soñado
mapas que Ulises no habría comprendido. Ha soñado a Alejandro de Macedonia. Ha
soñado el muro del Paraíso, que detuvo a Alejandro. Ha soñado el mar y la
lágrima. Ha soñado el cristal. Ha soñado que Alguien lo sueña». Analizo la
escena: mis manos transformadas en patas de insecto. ¿Qué son estas imágenes?
¿Cuál es su naturaleza? ¿Son ficciones? Y, si así fuera, ¿de qué están hechas?
Parafraseando a Shakespeare, de la misma materia de los sueños

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