EN UNA NOVELA DE HONORÉ DE BALZAC
En uno de los últimos meses del
año 1907, durante uno de esos routs
de la marquesa de Espard que por entonces congregaba a la élite de la
aristocracia parisina (la más elegante de Europa, al decir de monsieur de
Talleyrand, ese Roger Bacon de la naturaleza social, que fue obispo y príncipe
de Bénévent), De Marsay y Rastignac, el conde Félix de Vandenesse, los duques de
Rbétore y de Grandlieu, el conde Adam Laginski, madame Octave de Camps y lord
Dudley rodeaban a la princesa de Cadignan, sin atizar por ello los celos de la
marquesa.
¿No es, en efecto, una de las
grandezas de la señora de la casa -esta carmelita del éxito mundano- que deba
inmolar su coquetería, su orgullo, su amor incluso, a la necesidad de crear un
salón donde sus rivales serán en ocasiones su más excitante adorno? ¿No es en
eso igual a una santa? ¿No merece ella su parte, adquirida con tanto esfuerzo,
del paraíso social?
La marquesa-una De
Blamont-Chauvry, emparentada con los Navarreins, los Lenoncourt, los Chaulieu-
rendía a cada recién llegado la mano que Desplein, el sabio más grande de
nuestra época, sin exceptuar a Claude Bernard, y que fue discípulo de Lavater,
declaró la más profundamente calculada que había tenido ocasión de examinar.

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