Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DE LIBROS


Tercer acto, Félix de Azúa, p. 115

La obsesión por los libros, más que la lectura misma, ha sido el gran consuelo de mi vida a todo lo largo del segundo acto, que comenzaba en ese momento sin que yo lo sospechara. He estado atado a los libros y les he dedicado la mayor parte de mi tiempo, los he comprado, tomado en préstamo, robado, coleccionado e incluso escrito, buscado por todos los países y en todas las librerías, nuevas, de ocasión, de lance, de anticuario, cualquier cosa con hojas impresas. Ya en la edad tardía llegué a acumular hasta doce mil libros en una de mis últimas casas, libros de los que hoy sólo quedan unos tres mil. ¡Cuántas horas he podido dejar resbalar entre los dedos mirando, hojeando, oliendo libros en todas las estanterías imaginables, grandes, pequeñas, mezquinas, lujosas, limpias, sucias! Era exactamente el mismo fervor que ponen los creyentes cuando van a la iglesia y no sólo los días de precepto, sino cualquier día en busca de silencio, serenidad y consuelo en el interior oscuro, acompañados por la voz muda de la eternidad. También yo buscaba serenidad y consuelo en los libros, y nunca he tenido el corazón tan alegre como en las inmensas, las señoriales, las ilimitadas librerías del viejo Oxford, mimando hoja a hoja libritos, libracos, libros normales, encuadernados, en rústica, en cartoné, de bolsillo, daba igual, porque en todos y en cada uno de ellos podía encontrarse lo que andaba buscando con desesperación desde que perdí la infancia, a saber, el secreto de la vida y de la muerte, un enigma escondido entre las páginas librescas de importancia decisiva  para llegar a entender nuestra absurda naturaleza mortal y la razón insondable por la que no éramos dioses a pesar de haberlos inventado. Allí estaba la frase, esperando en cualquiera de aquellos libros, el escrito a mí dedicado desde los más lejanos siglos. Abría los ensayos de Francis Bacon, puro dibujo de florete, los poemas de Gilgamesh escritos a mazazos, las páginas ardientes y dolorosas de Faulkner, los lejanos efluvios romanos escritos en un campamento nórdico por un emperador Marco Aurelio mordido por el frío, el desprecio y el cáncer, en cualquiera de ellos podía estar el párrafo que me daría, por fin, la clave de mi vida y sobre todo de mi muerte.


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