Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

HEMINGWAY


Ava en la noche, Manuel Vicent

David solo había leído algunos cuentos de este escritor, pero lo admiraba por su instinto para estar en el tiempo y en el lugar oportunos a la hora de salir en la foto en los momentos decisivos de la historia. Era uno de esos tipos fortachones que presumen de ser todo un hombre y siempre va retando a los amigos a echar un pulso o batirse en un combate de boxeo.  Parece ser que la violencia excitaba su imaginación. Hizo la Primera Guerra Mundial de conductor de ambulancias en el frente del norte de Italia. Recibió una esquirla de metralla en la pierna con la alegría con que un niño católico toma la hostia en la primera comunión. En el hospital se enamoró de una enfermera, una tal Agnes H. von Kurowski, que le serviría luego de modelo para la protagonista de Adiós a las armas. David lo admiraba y odiaba a la vez. Le atraía la forma con que convertía cualquier percance de su vida en una categoría literaria, hasta el punto de que su miseria de los años de París la convirtió en una fiesta. Pero le repugnaba la forma de exhibir su fortaleza frente a la debilidad alcohólica de Scott Fitzgerald. Se paseaba por Saint Michel, se sentaba en la terraza de Le Cloiserie des Lilas, bebía en casa de  Gertrude Stein, con Ezra Pound, visitaba la librería Shakespeare & Company, en Odeón 12, en cuya puerta se cruzaba con James Joyce cuando también acudía a pedir libros prestados a Sylvia Beach, o en el Harry's Bar, donde dejó colgados sobre la barra sus guantes de boxeo. Todo lo hacía como un dios que crea el mundo. Pero la vida pastueña de corresponsal en París no iba con su carácter. Alguien le contaría que en una pequeña ciudad del norte de España se celebraba un rito de sangre con mucho sabor étnico. En Pamplona se corrían toros en un encierro y los mozos con pantalones y camisa blancos, faja roja y pañuelo al cuello del mismo color, se iniciaban ante sus novias jugándose la vida entre un bosque de cuernos de toros y cabestros. Era cosa del gremio de carniceros, que llevaban ese pañuelo  rojo en el hombro para no mancharse de sangre cuando trasportaban reses descuartizadas. Los sanfermines dejaron de ser una brutalidad racial desconocida cuando este escritor, enamorado de la violencia castiza, bajó por primera vez, en 1925, a Pamplona desde París con su mujer Hadley y unos amigos norteamericanos a correr los encierros y a exponerse como un icono en el café Iruña antes de escribir esa novela mediocre titulada Fiesta, que lo llevaría a la fama.

La violencia parecía ser solo una aventura, tenía un buen olfato para detectarla y eso había hecho en 1937 cuando, en plena Guerra Civil, se presentó en el hotel Florida de Madrid para mojar la pluma en sangre hasta saciada por entero. El resultado fue otra novela mediocre, Por quién doblan las campanas, que David había comprado en la trastienda de una librería que vendía libros prohibidos. ¿Valía la pena haber hecho una guerra civil solo por complacer a Hemingway, por ver a Ingrid Bergman con la cabeza de miliciana rapada o a Gary Cooper como un combatiente que no se entera de nada?


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