Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

1950


Aguirre el magnífico, Manuel Vicent, p. 81
Cuando toda España olía a sardina entre clérigos, militares, lentejas y Concha Piquer, y en los descampados se lamían mutuamente las heridas los perros famélicos y los mutilados de guerra, por la calle Sacramento de Madrid, a la sombra de viejos palacios, se pavoneaba de noche Eugenio d'Ors con correajes, un águila bicéfala en la hebilla del cincho, boina colorada con borla hasta la oreja y otros abalorios franquistas como un orondo fantasma. De regreso de Argentina, Ortega y Gasset se había exiliado voluntariamente en Portugal, donde imperaba Salazar, otro férreo dictador, un hecho que dejó descolocados a sus incondicionales y sumergidos seguidores. Los intelectuales del régimen e incluso los poetas líricos dormían con las polainas puestas y la pistola bajo la almohada por si había que levantarse otra vez a matar rojos. En aquel Madrid desolado de adoquines y raíles de tranvía, los señoritos calaveras con esmoquin y bufanda blanca iban a bailar a Pasapoga y cada tronco de acacia tenía un mendigo o un policía de la Secreta apoyado. Cualquier deseo administrativo, excepto el de acostarse con Ava Gardner en el hotel Hilton, necesitaba estar sellado con timbre móvil y dos pólizas.
En medio de aquella España con olor a amoniaco de urinario público, resulta que Jesús Aguirre no quería ser como los demás.

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