Álvaro se tomaba su trabajo en serio. Cada día se levantaba puntualmente a las ocho. Se despejaba con una ducha de agua helada y bajaba al supermercado a comprar pan y el periódico. De regreso, preparaba café, tostadas con mantequilla y mermelada y desayunaba en la cocina, hojeando el periódico y oyendo la radio. A las nueve se sentaba en el despacho, dispuesto a iniciar su jornada de trabajo.
Había subordinado su vida a la literatura; todas sus amistades, intereses, ambiciones, posibilidades de mejora laboral o económica, sus salidas nocturnas o diurnas se habían visto relegadas en beneficio de aquélla. Desdeñaba todo lo que no constituyese un estímulo para su labor. Y como la mayoría de los trabajos bien remunerados a los que, en su calidad de licencia-
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