Era un día opaco. Tenía la mente en otro lugar aquella mañana, pero su cuerpo, en cambio, seguía deambulando por allí. Aquel cuerpo vacío iba completando con languidez las tareas rutinarias, con los ojos ausentes y la piel pálida bajo los tubos fluorescentes, mientras su alma flotaba sobre los pasillos sin dejar de pensar en el mañana. El mañana era algo que anhelaba con todas sus fuerzas.
Shuggie lo organizaba todo
metódicamente antes de comenzar el turno. Vertía las salsas aceitosas y las
cremas untables en fuentes limpias. Se aseguraba de que no quedase ningún resto en los bordes, ya que se pondría marrón
enseguida y arruinaría la ilusoria impresión de producto fresco. Coronaba
artísticamente las lonchas de jamón con ramitas de perejil artincial y volcaba
las aceitunas para que el jugo viscoso se derramase como mucosa sobre su piel
verde.
Anne McGee, la dueña, tuvo la cara dura de llamar aquella mañana y decir que estaba enferma otra vez, dejándolo con la ingrata responsabilidad de tener que encargarse él solo de la charcutería y el asador. Era imposible empezar bien ningún día con seis docenas de pollos crudos, pero hoy, que además tendría que poner fin a sus apacibles ensoñaciones, menos aún.
Ensartó todas las aves en pinchos
industriales y luego las fue colocando cuidadosamente en fila. Estaban allí,
frías y muertas, con las alas cruzadas sobre sus rollizas pechugitas, como
tantos otros pollos decapitados. Hubo un tiempo en que se habría sentido
orgulloso de su impecable orden.
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