Zaragoza
Empezaremos por aquella mañana en
Zaragoza. El salón del Gran Hotel, gélido, impersonal. La sala bajo la luz fría,
más apropiada para una autopsia que para una presentación en sociedad. Nuestro
paisaje, Amelia, ahora lo pienso, fueron salas de espera, salas de reuniones,
salas de convenciones, salas de banquetes, salas multiusos que de querer servir
para todo no sirven para nada.
Y o te observaba en Zaragoza
cuando desvelaste el cartel electoral ante la prensa. Los chicos de imagen lo
habían tapado con una tela azul que te llevaste en la mano y luego no sabías
qué hacer con ella, con la tela azul. Y allí, delante, tu foto impresa en el
papel cartón sobre el caballete, retocadas las facciones hasta hacer
desaparecer cualquier arruga y por tanto cualquier rasgo. Con tanta sinceridad que
hay en una cara, los diseñadores habían preferido difuminarte las facciones y
aclararte el color de ojos.
Lo hacen al modo de las portadas
de revista porque la gente le ha cogido miedo a mostrar cualquier imperfección.
Por eso me gustaba estar gordo.
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