Por otra parte, mientras continuaba hablándome del pasado, sin duda para demostrarme que no había perdido la memoria, lo evocaba de una manera fúnebre, pero sin tristeza. No cesaba de enumerar a todas las personas de su familia o de su mundo que no existían, menos, según parecía, con la tristeza de que no vivieran que con la satisfacción de sobrevivirlos. Parecía que recordando su muerte tomara mejor conciencia de su retorno a la salud. Con una dureza casi triunfal repetía con un tono uniforme, ligeramente tartajoso y de sordas resonancias sepulcrales:
-Hannibal de Bréauté, ¡muerto¡ Antoine de Mouchy, ¡muerto¡ Charles de Swan, ¡muerto¡ Adalbert de Montomercy, ¡muerto¡ Barón de Talleyrand, ¡muerto¡ Sosthène de Doudeauville, ¡muerto¡
Y cada vez esta palabra “muerto” parecía caer sobre estos difuntos como una paletada de tierra más pesada lanzada por un sepulturero que trataba de hundirlos más profundamente en la tierra.
MP
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