EC 2.11 EL RELATO
El desorden se había apoderado de la inmensa estancia después de doce horas de celebración; señal de que la fiesta había sido un éxito. El abuelo presidía, solo, la mesa, más vacía ahora que nunca, repleta de las ausencias que habían cubierto de risas, brindis y alegría la jornada sexagenaria.
Los más pequeños dormían ya, los padres –sus seis hijos, la primogénita y sus respectivos cónyuges- se habían reunido en la biblioteca; grupos de jóvenes y viejos continuaban la celebración en el hall, donde la gran lámpara de hilos blancos y verdes iluminaba al grupo de jazz que animaba la sesión. Mientras, retirados, los hijos, el padre lo sabía, casi podía oírlos, se disputaban la herencia: los lobos en jauría y el águila en una soledad plena, sabiendo que el fin estaba cerca. Dispuesto a la aceptación plena de las condiciones de su compromiso.
El abuelo consultó su reloj y le mandó un mensaje a Tu: en una hora estoy en el hotel, le dijo, quería que le preparase las mejores niñas; dos o tres nínfulas eran suficientes para consumar el rito.
Enseguida abandonó la casa en silencio, arriba, en el ático lo esperaba Pound con el helicóptero. Cruzarían la frontera y llegaría al bosque de Constance con el ánimo reforzado; el fin. El horror no, el máximo goce, el reconocimiento de que la vida nueva lo esperaba, el no quedarse expectante. El viaje a por ese más allá. Pero no quería morir solo.
Desde el cielo se admiraba, aún de noche, la espléndida plenitud de la finca de Constance Tu. Arriba la montaña de vegetación pelada, aliagas y brezo, más abajo, el bosque de robles y los jardines de la llanura. El campo de golf, las pistas de tenis y los pabellones termales, a la derecha; en el centro la gran mansión con su planta en forma de cruz de San Andrés; al otro extremo el estanque, con la isla en el medio y los cuatro puentes formando una estrella, las manchas azules de las piscinas y los cenadores espigados aquí y allá, antes del rectángulo brillante que formaba la pista de aterrizaje.
Tu lo esperaba en el bar; una dama de negro interpretaba canciones francesas ayudada por un acordeonista ciego. En la barra viejas travestis decoraban la estancia y en las butacas algunos clientes, chicos jóvenes, mujeres aburridas, aguardaban su turno. El placer les esperaba arriba, al final de la escalera.
-Cariño, felicidades. Vienes a cumplir lo prometido; ¿has dejado ya todo hecho en tu casa? Supongo que tus hijos y sus abogados estarán ya en plena refriega. Tienes que firmar el testamento, nos cedes todo, claro.
-Vayamos, querida, mi Tu de siempre –le dijo, mientras acariciaba el satén de su talle, lo recorrió el frío de su espalda, la besaba en las mejillas, duras como el más duro alabastro, y la abrazaba como nunca, sintiendo las formas severas de una moderna koré .
En la habitación lo esperaban dos niñas, jóvenes, hembras en todo caso. La edad era indefinida, tanto semejaban infantas disfrazadas de personas mayores como mujeres arregladas para parecer niñas. La luz suave, de focos escondidos, llenaba de sombras la escena. El abuelo enseguida se puso el traje para el ritual, su amiga lo ayudaba y en unos instantes apareció como un mago o un sacerdote de un extraño culto, de misteriosos ritos orientales. Las niñas, a ambos lados de la cama, parecían flores mustias, con los ojos demacrados, la piel pálida, las melenas ondulantes cubriendo sus pechos incipientes y las sedas del cobertor tapando sus sexos.
Luego aparecieron dos adolescentes, jóvenes hermosos, con su sexo tan poderoso y pulido como un falo de Delfos. Se encaramaron en el lecho y comenzaron cumplir las indicaciones del anciano. Este, mientras, de pie en una esquina, se consolaba pensando en lo que podría haber sido, pero ya no era; se palpaba su pene mutilado y recordaba la noche en que entregó su sexo a la divinidad oscura, a la diosa de la noche, a la Selene de sus sueños. Tu, al otro lado, le sonreía y lo acompañaba en cada uno de sus movimientos.
El abuelo quería terminar pronto. Los adolescentes se fueron. Las niñas se dejaron caer, rendidas, sobre la cama. La amiga le entregó la mandrágora. El viejo preparó una pipa, luego otra y otra y otra y todos iban cediendo bajo el placer licuante de las drogas. Todo se transformaba: la habitación era un palacio oriental y las niñas odaliscas veteranas; el anciano un sacerdote insano y Tu la mujer de la Luna, la Astarté que regía el destino de aquellos cuerpecitos que ya no verían más al astro nocturno.
Un Endimión sereno y perverso se adentró en la estancia con plantas y raíces de mayores y distintos efectos. Todo se transformaba, el cuarto era un mundo nuevo, el centro de un paraíso estrellado y Tu se fue. El abuelo se mezclaba con su entorno, los cuerpos de las nínfulas lo envolvían; y el triste joven continuaba proporcionado más y más aromas, humos y esencias de otras percepciones. Las puertas se abrían para no cerrarse más.
Amanecieron los tres muertos, el abuelo a los pies de la cama, con el rostro más dulce que nunca; las niñas a su alrededor, las difuntas más hermosas del mundo. Endimión se despertó y contempló su obra. Constance llegó muy pronto, nada más sonar el timbre, como si estuviese vigilándolo todo en el cuarto de al lado.
Allá, en el otro mundo, donde habitaba lo real, los pequeños nietos se iban despertando, acudían a la habitación de sus padres para encontrar los cuerpos muertos de sus genitores. El mayor de todos, Sebastián, bajó las escaleras entre los cadáveres de aquellas amistades vistas durante la cena. Más alucinados que asustados, los pequeños grupos de hermanos, trece en total, abrieron puertas y ventanas. El sol del invierno llenó la estancia y multiplicó el horror.
El ruido hizo entonces que los criados subiesen del sótano a poner orden en todo aquello.
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