Nada que temer, Julian Barnes, p. 241
Sabiduría, filosofía, serenidad:
¿cómo se acumularán contra el terror mortal, once en una escala de uno a diez? Pongo
de ejemplo a Goethe, uno de los hombres más sabios de su tiempo, que llegó a
octogenario con sus facultades intactas, una salud excelente y una fama
universal. Siempre había sido imponentemente escéptico sobre el concepto de
supervivencia después de la muerte. Pensaba que preocuparse por la inmortalidad
era una inquietud de mentes ociosas, y consideraba excesivamente
autosuficientes a quienes creían en ella. Su postura práctica y divertida era
que, si después de esta vida descubría que existía otra, estaría complacido,
desde luego; pero confiaba ardientemente en no encontrarse con todos aquellos
pelmazos que se habían pasado la vida terrenal proclamando su creencia en la
inmortalidad. Oírles cacarear «¡Teníamos razón! ¡Teníamos razón!» sería aún más
inaguantable en la vida posterior que en ésta.
¿Cabría una posición más cuerda y
sabia? Y así Goethe continuó trabajando hasta una edad muy provecta, y terminó la
segunda parte de Fausto en el verano de 1831. Nueve meses después cayó enfermo
y quedó postrado en cama. Tuvo un último día de dolor extremo, aunque después de
haber perdido el habla siguió trazando letras en la manta sobre sus rodillas
(sin abandonar el esmero habitual con que puntuaba su escritura: un maravilloso
ejemplo de morir fiel a sí mismo). Sus leales amigos afirmaron que había muerto
noble y hasta cristianamente. La verdad, revelada por el diario de su médico,
fue que Goethe fue «presa de un miedo y una agitación terribles». La causa del
«horror» de aquel último día era evidente para el médico: Goethe, el sabio
Goethe, el hombre que veía. la perspectiva de todo, no pudo evitar el temor que
nos vaticina Sherwin Nuland.
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