Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

GOETHE


Nada que temer, Julian Barnes, p. 241

Sabiduría, filosofía, serenidad: ¿cómo se acumularán contra el terror mortal, once en una escala de uno a diez? Pongo de ejemplo a Goethe, uno de los hombres más sabios de su tiempo, que llegó a octogenario con sus facultades intactas, una salud excelente y una fama universal. Siempre había sido imponentemente escéptico sobre el concepto de supervivencia después de la muerte. Pensaba que preocuparse por la inmortalidad era una inquietud de mentes ociosas, y consideraba excesivamente autosuficientes a quienes creían en ella. Su postura práctica y divertida era que, si después de esta vida descubría que existía otra, estaría complacido, desde luego; pero confiaba ardientemente en no encontrarse con todos aquellos pelmazos que se habían pasado la vida terrenal proclamando su creencia en la inmortalidad. Oírles cacarear «¡Teníamos razón! ¡Teníamos razón!» sería aún más inaguantable en la vida posterior que en ésta.

¿Cabría una posición más cuerda y sabia? Y así Goethe continuó trabajando hasta una edad muy provecta, y terminó la segunda parte de Fausto en el verano de 1831. Nueve meses después cayó enfermo y quedó postrado en cama. Tuvo un último día de dolor extremo, aunque después de haber perdido el habla siguió trazando letras en la manta sobre sus rodillas (sin abandonar el esmero habitual con que puntuaba su escritura: un maravilloso ejemplo de morir fiel a sí mismo). Sus leales amigos afirmaron que había muerto noble y hasta cristianamente. La verdad, revelada por el diario de su médico, fue que Goethe fue «presa de un miedo y una agitación terribles». La causa del «horror» de aquel último día era evidente para el médico: Goethe, el sabio Goethe, el hombre que veía. la perspectiva de todo, no pudo evitar el temor que nos vaticina Sherwin Nuland.


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