Nada que temer, Julian Barnes, p. 273
Actualmente cuesta cinco euros la
visita a la iglesia -o, como prefiere llamarlo el billete de entrada, al
«conjunto monumental»- de Santa Croce en Florencia. No se entra por la fachada
occidental, como hizo Stendhal, sino por el lado norte, y de inmediato se te
presenta una elección de itinerario y propósito: la puerta izquierda para los
que quieren rezar, la derecha para turistas, ateos, estetas, ociosos. La vasta
y aireada nave de esta iglesia predicante todavía contiene las tumbas de
hombres célebres cuya presencia enternecía a Stendhal. Entre ellos figura hoy
un relativo recién llegado: Rossini, que en 1863 pidió a Dios que le concediera
el paraíso. El compositor murió en París cinco años después y fue sepultado en
Pere-Lachaise, pero, al igual que en el caso Zola, un Estado orgulloso le
arrebató su tumba y se lo llevó a su panteón. Que Dios optara por concederle el
paraíso depende quizá de si Él había leído o no el Diario de Goncourt. He aquí
la anotación del de enero de 1876: «Anoche, en el fumador de la princesa Mathilde,
la conversación versó sobre Rossini. Hablamos de su priapismo y su gusto, en
materia amorosa, por prácticas malsanas; y, después, de los extraños e
inocentes placeres que deleitaban al viejo compositor en sus últimos años.
Hacía desvestirse a unas muchachas hasta la cintura y les paseaba por el torso
sus manos lascivas, al mismo tiempo que les ofrecía la punta del meñique para
que se la chuparan.»
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