Su nombre es José Eduardo, pero sus amigos lo conocen como Pepe, Vive con su madre en un antiguo y cómodo apartamento en el barrio de Salamanca, en Madrid. Ha tenido novias a lo largo de los anos pero nunca se ha casado. Ahora, llegando a los 45, ha comenzado a preguntarse si eso no ha sido un error.
En la escuela era estudioso pero
no brillante, Como hijo único le estaba destinado seguir los pasos de su padre
(un abogado exitoso, fallecido cuando él tenía doce años). Llegado el momento
se inscribió, obediente, en la Facultad de Derecho, pero al segundo ano sus
estudios le fastidiaban tanto que convenció a su madre de que le permitiera
dejarlos. Desde entonces ha seguido una senda azarosa: ha sido camarero en un
crucero, conductor de autobús, profesor de idiomas y, de cuando en cuando,
jardinero por Loras.
Durante un curso de dibujo del
natural (para lo que tenía algún talento) en el Instituto Superior de Arte,
conoce a un hombre empleado como vigilante en el Prado. Hay plazas libres en la
plantilla, dice el hombre. Dado que le gusta el arte, tal vez debería
presentarse. Es un trabajo poco exigente, y siempre se ven muchachas bonitas
pasar.
Pepe se postula, aprueba el
examen con facilidad, y acepta un puesto de vigilante de sala, sus tareas comienzan
el 1 de julio. El trabajo le resulta agradable, aprecia a sus colegas y ellos
lo aprecian también.
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