Creo que soy rica (Tailandia, 2001)
Cuando conocí a Sunee, me encontraba en Klong Toey buscando un pobre al que preguntarle por qué existía la pobreza, y ella se abalanzó borracha sobre mí y empezó a darme tirones de la manga y a rogarme que fuera a casa con ella. En opinión de mi intérprete, era sin duda una ex prostituta, ya que sabía unas cuantas palabras en japonés y al servimos agua gritó entre risas en inglés, exactamente como hacían las chicas de los bares de Patpong: «Dlink, dlink!».
En contra de los consejos de la
intérprete, decidí aceptar la propuesta de Sunee. Llevábamos en Klong Toey
menos de cinco minutos. Nos adentramos en el barrio bajo más cercano, que
empezaba a unos cincuenta pasos, y nos encontramos en el consabido laberinto de
aceras húmedas en pendiente, con casas cajón lo bastante cercanas para tocarlas
por cada lado. Los habitantes me inspeccionaban con malicia desde sus agujeros
ventana; ¿compraría heroína o niñas? Sunee avanzaba a trompicones triunfales,
con las manos en el corazón. Al cabo de dos minutos llegamos a casa, que quiere
decir la choza de la madre de Sunee, cuyo techo y paredes eran tablones
clavados unos a otros, con huecos alabeados entre ellos para mayor comodidad de
los mosquitos tailandeses. Nos sentamos los cuatro con las piernas cruzadas en una sábana azul de vinilo que cubría en su
mayor parte el suelo de cemento.
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