Nada que temer, Julian Barnes, p. 217
La forma más segura de no temerla
hasta que sobreviene. «Lo malo es saber que va a ocurrir.» Mi amiga H., que de vez
en cuando me reprende por mi morbosidad, admite: «Sé que todos los demás van a
morir, pero nunca pienso en que voy a morir yo.» Lo generaliza con un tópico:
«Sabemos que tenemos que morir pero nos creemos inmortales» ¿De verdad la gente
alberga en su cabeza contradicciones tan palpitantes? No le queda más remedio,
y Freud lo consideraba normal: «Nuestro
inconsciente, pues, no cree en su propia muerte; se comporta como si fuera inmortal.
» De modo que mi amiga H. se ha limitado a ascender de rango a su inconsciente
para que se ocupe de su consciente.
En algún punto, entre un
distanciamiento tan útil y táctico y mi horrorizada contemplación del pozo, hay
-tiene que haber- una posición racional, madura, científica, literal, intermedia.
Hela aquí, formulada por el doctor Siherwin Nuland, tanatólogo norteamericano y
autor de Cómo morimos: «Una esperanza realista exige asimismo que 1ceptemos el
hecho de que el tiempo que se nos ha asignado en la tierra tiene que limitarse
a una duración coherente con la continuidad de nuestra especie ... Morimos para
que el mundo pueda seguir viviendo. Se nos ha concedido eI milagro de la vida
porque trillones y trillones de seres vivos nos han preparado el camino y
después han muerto ..., en cierto modo, por nosotros. Morimos, a nuestra vez, para
que otros vivan. La tragedia de un solo individuo se convierte, en el
equilibrio de las cosas naturales, en el triunfo de la vida en curso.»
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